miércoles, 9 de septiembre de 2015

El escultor de almas

No podía parar de reírme. Me reía a carcajadas. Siempre me pasaba lo mismo cada vez que iba  a la consulta de Thomas Leitner, mi otorrino y amigo de la infancia.
- Pero bueno Rohan, eres peor que un niño, ¿tantas cosquillas tienes?- siempre que me examinaba los oídos con su fina y helada pinza me producía unas cosquillas tan intensas que rompía en carcajadas. Afortunadamente, Thomas era mi amigo, y podía permitirme el lujo de reír sin reprimirme.- ¿Cómo va el trabajo?
- Muy bien, ya sabes, peleando con los de la galería. Siguen pensando que un artista expone lo que pide la gente, y no comprenden que la esencia de mi trabajo es que las obras hablan por sí solas. Si tienen algo que decir, debemos exponerlas, o si no, se nos acabará el vivir de ellas.- yo era escultor, un poco excéntrico según las malas lenguas.
- No deberías menospreciar la opinión de tus socios, ellos conocen el mercado y es normal que quieran redirigir el enfoque de tus exposiciones, Rohan. No olvides que, aunque vivimos en una ciudad en la que el tiempo no pasa, el mundo de ahí fuera sí que se mueve y evoluciona, al igual que las tendencias y las formas de expresar y crear arte.- una vez más, Thomas tenía razón. Vivíamos en Trier, nuestra ciudad natal, uno de los rincones más antiguos de Europa y frontera de varias de las naciones que en el mundo moderno todavía eran escuchadas.
- Bueno, ¿cómo están mis oídos?
- Como siempre amigo, impecables. Sigo sin entender por qué vienes cada mes a que te los revise. Si lo que quieres es verme, podemos quedar para tomar unas cervezas. Has cambiado mucho desde que trabajas en la galería. Ya sales más a menudo y nuestros amigos me dicen que te ven más cercano y hablador. ¿Estás saliendo con alguien?
- Ja, ja... Siento decepcionarte Thomas, pero estoy consagrado a mis esculturas.- Ir a la consulta de Thomas era casi un hobby para mí, ya que los cuadros e ilustraciones que tenía por las habitaciones representando todos los entresijos del aparato auditivo me fascinaban. Sin duda, como todo el mundo que conocía mi obra sabía, yo era un escultor obsesionado por la fisonomía del pabellón auricular, normalmente conocido como oreja. Me parecía casi un milagro de la naturaleza que algo tan amorfo pudiera reproducirse de manera tan exacta en cada persona. Eso delataba su perfección como estructura receptora de los sonidos, y es por ello que mi mayor reto desde que comenzó mi carrera escultórica fue siempre reproducir esta diminuta pero sensible parte del cuerpo con la mayor exactitud posible. Y la consulta de Thomas siempre me servía de inspiración. Él examinaba mi oreja con la misma delicadeza y rigor con que yo moldeaba las orejas de mis esculturas humanas.
Lo que no sabía Thomas, ni nadie que me conociera, era la verdadera razón de mi obsesión por las orejas: mis estatuas me hablaban, y mientras más exhausto era moldeando sus orejas, más capacidad parecían tener las esculturas para interactuar conmigo. Todo comenzó el día que estaba terminando de esculpir a Frida Kahlo. Todo en ella emanaba vida, tal como había ocurrido con la verdadera Frida, aun con sus grandes limitaciones motoras. Dejé su famoso entrecejo para el final, ya que necesitaba hacerlo a primera hora de la mañana, fresco y bien descansado para tener buen pulso. Ahí fue donde comenzó la etapa más emocionante de toda mi vida. Frida me habló de su entrecejo, de su historia, y me daba consejos para esculpir detalles en su figura que hiciera la reproducción más fidedigna. Yo no me lo podía creer, pero cada día que me despertaba, volvía a pasar un suceso parecido con el resto de figuras humanas de la colección. Empecé a visitar mis exposiciones a altas horas de la noche para disfrutar de pláticas interminables con mis personajes, tanto los más célebres como los desconocidos a los que yo había dado forma y vida, según ellos mismos me decían. Me sentía embriagado por las confesiones tan parecidas que, dentro de la compleja distancia que separaba a mis personajes en tiempo y espacio, me llegaban. Desde Rilke hablándome de cómo la obra de Rodin o de su misma Clara influyeron en su poesía, hasta el vacío e infantil anhelo que expresaba esa flaca prostituta que esculpí un día de ofuscación al llegar al taller.
Ellas me enseñaron a escuchar todo lo que tiene que decir alguien que no se mueve, estático, condenado a no evolucionar. Comprendí que, después de todo, las esculturas no tienen una vida muy distinta de la de aquellas personas que ven la vida pasar mientras hablan del pasado propio y ajeno. En los círculos en los que me movía, la gente tan sólo quería ser escuchada, y yo me conformaba con observar.
Así fue como, a pesar de mi desprecio por este mundo injusto donde las personas se encuentran aletargadas y las estatuas están vivas, mi obra cogió fama como consecuencia de mi supuesto carisma y mis habilidades sociales, y no al revés.  Acabaron llamándome Rohan, “Der Bildhauer der Seelen” (“El escultor de almas”).



Ensayo amantísimo

Amare. Amar. ¿Cómo un verbo tan simple puede estar tan cargado de otras muchas, infinitas acciones? Cuando pensamos en el amor, se nos vienen a la cabeza numerosos recuerdos de vivencias propias o de otros, y según si se nos encoge el corazón o el estómago, haremos nuestro consiguiente diagnóstico para expresar ante los demás si el amor resulta ser “bueno o malo para la salud”. Porque las personas siempre tenemos cierta tendencia esquizofrénica y suicida a clasificar las cosas en malas o buenas, no sé muy bien si es porque lo hemos heredado del catolicismo o porque realmente es innato en nosotros establecer divisiones y fronteras que nos ayuden a simplificar la vida y de este modo saber de qué bando estamos en lugar de saber convivir con todos nuestros claroscuros. Y como digo, esta práctica tan extendida (y que para mí resulta de muy mal gusto) tiene, en primer lugar, un tinte esquizofrénico, porque nos divide en dos cuando realmente somos uno; y en segundo lugar, suicida, porque al dividir su esencia, el hombre renuncia a algo intrínseco de sí mismo, y por tanto, se sacrifica como ser completo y va a parar directamente al infierno de los creyentes, que es la infelicidad de los vivos. Ojalá nos hiciéramos cargo de nuestras vivencias, sean del color que sean, y dejáramos a las palabras tranquilas, sin mancharlas con los lamparones que dejan nuestras connotaciones. Pero no acaba aquí el gafe que parece tener en este sentido la familia de palabras que comparten esta raíz verbal. Algo semejante y no menos escandaloso y deshumanizante ocurre con la palabra “amante”.
Amante significa sencillamente “el que ama”. No hay trampas ni malos entendidos. No hay putas ni maridos. Ni noches ardientes, ron con sabor a piel o tangas escondidos. Etimológicamente hablando, la palabra amante designa a todo aquél que ama. Al esposo/a que ama, y por eso comienza el día dándole el beso mañanero a su cónyuge y lo termina haciendo el amor con otra persona. Al esposo/a que ama, y aunque se sabe engañado por su cónyuge, recupera cada día el aliento con el beso mañanero, y con él vuelve la esperanza de que se trate de una aventura pasajera que, cuando acabe, fortalecerá los lazos familiares. También define al tercero/a en una pareja, que no tiene hora, que aguarda con las joyas, la lencería o el perfume colocado cual maniquí hasta que suena el timbre del portal y se desmonta la escena. Una escena que día tras día, va hilando meses o años, hasta que una tarde el personaje se descubre viviendo entre bambalinas y se cierra el telón. Hasta aquí quizás quedan descritas casi todas las imágenes que se nos vienen a la cabeza cuando escuchamos o decimos la palabra “amante” pero, ¿qué pasa si la viéramos en su totalidad y no la relegáramos al fenómeno “telenovela”? Puede que nos haya pasado con esta palabra como con tantos personajes históricos que dedicaron sus vidas a cambiar el mundo, que organizaron revoluciones pacíficas o que murieron queriendo demostrar el lado humano del ser humano y que, por tener sus ideas demasiado alcance como para ser atado, el sistema los relegó a meros ejemplos históricos de ideales firmes de justicia y solidaridad, a los que homenajear cada cierto tiempo y cuyas hazañas sirvieran de vídeo motivador susceptible de ser utilizado en estrategias de “coach” para liderar grupos.
Hombres célebres que pudieron cambiar el mundo y cuya historia queda relegada a una mera estrategia de marketing, palabras que describen parte de la complejidad humana que quedan circunscritas al mundo del pecado, el vicio y el desenfreno.
Hoy, que es un día como otro cualquiera, podríamos aventurarnos. ¿Quiénes son los amantes? ¿Un fenómeno estético con maneras de Don Juan como describe Mecano? ¿O quizás dos almas que se encuentran en un punto inoportuno del espacio y el tiempo, y se descubren a sí mismos en el otro? Con esta descripción coincidía Cesare Pavese con aquello de “El amor tiene la virtud de desnudar no a los dos amantes uno frente al otro, sino a cada uno delante de sí”. Él imaginaba la pareja de amantes, pero en el fondo ¿quién no ha experimentado que el amor alguna vez le hizo vulnerable? Cuando uno ama verdaderamente, lo que importa ya no es el objeto amado, sino lo que el amor provoca en el amante. Ser amante no es más que entregarse, a veces de primeras es dejarse caer sobre una tierra fértil...firme, pero amar al final siempre resulta ser un salto de fe, un saltar al vacío porque, pase lo que pase, mueras en el intento o te recoja algún ángel, tú amas, y por eso decides arriesgarte. Y porque amas, te has desnudado, y desnudo por las calles has vendido tus ropas, gritando con júbilo que te sientes, al fin, descubierto por la persona o por aquello que amas; y porque amas, te has despojado de tus armas, esas que tanto te esforzaste por cargar, cosidas con aguja e hilo de tus heridas pasadas, y las has tirado al mar, porque has reconocido que el mayor dolor, el que te traspasa, no lo puedes abatir porque viene de la persona o de aquello que amas; y porque amas, te has saltado las normas, quebrantarías la ley y tirarías por el retrete toda esa reputación que con tanto mimo alimentaste si tan sólo con eso enalteces a la persona o aquello que amas. Al final, ser amante no es más que un camino de autoconocimiento.
Porque quien ama, se expone. Quien se expone, aprende. Y quien aprende evoluciona, aunque no se sabe en qué dirección.
Personalmente, admiro a los amantes. A los de verdad. A los que aman a las personas en su totalidad porque aman la vida con detalle. Igual que quien se enamora de alguien lo acepta con sus virtudes y defectos, de la misma manera, quien ama la vida debería bebérsela cuando ésta le regala buenos y malos momentos. Porque reír, al igual que llorar, lo podemos hacer porque estamos vivos, y sólo quien sabe saborear esa experiencia merece ser llamado amante con todas sus letras.
Vivan los amantes de la vida, y por tanto, de todas sus consecuencias.




Fábula del ratón y el gato


Cuenta la leyenda que Helena y Gabriel estaban predestinados. Se amaron desde pequeños y, a medida que crecían, el amor que cada uno sentía por el otro también se incrementaba. Pero había un problema. Helena y Gabriel se amaban, pero sus familias eran muy diferentes y ellos, a la hora de amar, también eran muy diferentes. Hoy día también ocurre con muchas parejas, se quieren, pero pelean a menudo debido a la forma de amar que aprendieron de sus padres y abuelos. Gabriel venía de una familia de actores y artistas, donde la expresión de los sentimientos formaba parte de su lenguaje cotidiano. En cambio, Helena era hija única, criada por padres sobreprotectores de clase alta que le habían inculcado la frialdad y el desdén como herramientas para crear a su alrededor admiración y pleitesía, pero nunca cercanía. El corazón de Gabriel ardía en ganas de compartirlo todo con Helena y era imposible para él controlar sus demostraciones de afecto y admiración hacia ella. En cambio, Helena se mostraba reacia ante las cálidas y osadas muestras de cariño de su compañero. Con el tiempo, aunque Helena en la intimidad pensaba en Gabriel sin descanso, no permitía que nadie, ni siquiera Gabriel, pudiera sospechar el alcance de los sentimientos que le profesaba. Tanto era así que siempre portaba en el bolso sus polvos blanco marfil para ponérselos en el rostro cada vez que algún pensamiento relacionado con Gabriel la hiciera ruborizarse. Para Helena, ocultar su debilidad por el hombre que amaba era su arma para mantenerle alerta, siempre a sus pies y dispuesto a agasajarla, mimarla y protegerla como el bien más valioso del mundo.
Los años pasaron. Gabriel era entusiasta y optimista, y pensaba que la apatía de Helena no era más que una prueba a superar para ganarse su confianza y, como ella le decía cada día, “ser digno de su amor”. Quienes les conocían, no veían más que un buen chico que siempre se mostraba servicial con todos a su alrededor, pero que había perdido la cabeza e, incluso, el amor propio, al enamorarse de la, aparentemente, altiva y déspota Helena. Muchos fueron los que, conocedores de la actitud soberbia de la chica hacia su amante, le advirtieron acerca de la justicia divina, la humana y la que se suele dar con mayor frecuencia en el mundo por el simple hecho de que la solemos negar o ignorar: la superstición, la brujería que practican sólo aquellos que exploran el pasado, el presente y el futuro. Y así fue como un día, que quedó perdido en el infinito calendario de las leyendas, sobrevino un hechizo sobre esta pareja en la que el amor no era el problema.
“Así fue como llegamos hasta aquí, querido Gabriel, a esta casa, a tantas otras casas, a las calles, a los suburbios y a las plazas. Así fue como se creó el pacto eterno en el que se me condenó a vivir para el resto de los tiempos unida a ti, sí, pero enfrentados. No sé cómo ocurrió, ni cuándo... tan sólo recuerdo cómo, en una de las noches en las que te mostré mi mayor desprecio, soñé con nuestro destino. Tú siempre estarías entre los gatos y yo siempre viviría como ratón, para así estar siempre supeditada a tus antojos, atenta a tu rastro y a merced de tu control. Nos pasaríamos la vida, tú persiguiéndome con apetito como segundo o tercer plato, yo velando por tus movimientos, mientras me relamería los remordimientos por no haber cuidado nuestro tiempo pasado, por no haberte amado con detenimiento.
 Así es como, tras el mueble agujereado de la cocina en la que me encuentro, escribo estas letras sin esperanza de que alguien las lea, pero para sentirme una vez más tu mujer, Helena. He aprendido la lección, no soporto la espera de que este hechizo se resuelva, llevo muchas vidas sin encontrar la solución, así que aprovecharé la próxima oportunidad de ser tu presa. Pues prefiero encontrar la muerte en ti, que vivir siempre errante por el abismo que se abre entre tus fauces y mi tristeza.”
Dicen los científicos que cada vez que un gato atrapa un ratón es porque el ratón se deja. Y dicen los contadores de historias que cada vez que esta paradoja se gesta, el hechizo se rompe y una pareja del mundo recupera su esencia.



Unidos por un sándwich mixto

- ¿Cómo estás? Hace mucho que no nos vemos…- Por más que le miraba no podía creérmelo. Le había crecido la barba, parecía un poco desmejorado, pero su mirada mantenía esa frescura de quien permanece joven, pase lo que pase. Por su mirada sabía que realmente era él, y no una de mis quimeras, quien me hablaba.

- Pero… ¿qué coño haces aquí? Se supone que no se te permite salir. Menudo paquete que les voy a meter a los del manicomio de mierda ése…- intentaba mostrarme indiferente, y con un tono casi tiránico espantar a ese loco madurito que ingresé hace casi 4 años en un centro psiquiátrico porque intentó estrangularme. Mi padre.

- Echaba de menos la comida de aquí- nos encontrábamos en el “Little Palace”, un oscuro garito como tantos otros de Brooklyn donde, hace muchos años, veníamos a cualquier hora del día a deleitarnos con nuestro bocado favorito, el sándwich mixto. No era nada especial, incluso el pan pocas veces era del día. Pero papá sabía hacerlo idéntico. De hecho, se convirtió en todo un símbolo para nosotros, porque cuando yo era más pequeño y aún vivíamos juntos, yo tenía a menudo pesadillas durante la noche, y cuando me despertaba exaltado, me bastaba ver una cosa para recuperar enseguida la calma y darme cuenta de que estaba en casa: en la mesita de noche estaba el sándwich mixto que papá me había preparado por si me despertaba en mitad de la noche. Pero esto fue hace mucho tiempo...

Ahora que él permanecía retenido en lo que él llamaba “the pudding prison” (cuando en realidad quería decir “the padding prison”) yo me dedicaba a venir al Palace dos o tres veces a la semana a probar el sándwich mixto. ¿Era por la comida? ¿Era por la gente del bar? ¿O lo hacía porque me recordaba a papá? No lo sé, pero tampoco importa. Nuestros actos casi nunca importan, porque a la larga, lo que queda es lo que sentimos, el sabor de boca que te deja lo ocurrido. Y, como normalmente no hacemos lo que sentimos, pensar en ello es tiempo perdido. Algo así nos pasaba a mi padre y a mí, nos habíamos hecho cosas horribles, nada que ver con una relación padre e hijo, pero nos queríamos. Y eso, era inevitable.

- Bueno, ¿qué te cuentas? ¿Has encontrado ya una novia que te aguante?- no lo decía con menosprecio, sino con desdén, esa soberbia que con disimulo intenta ocultar cualquier atisbo de abrazo, lágrima o disculpa. Esa armadura del que ama con dolor, y sufriendo, porque no sabe amar de otra manera.

- No, papá. Recuerda que soy homosexual. Me gustan los hombres. Fue por eso por lo que intentaste estrangularme.- lejos de temer su reacción, para mí recordárselo era como un bálsamo. No era por hacerle sentir culpable. Lo que yo quería después de tantos años de confusión y decepción afectiva era, simplemente, una explicación. Yo era visceral, como él, y podía comprender su ira al darse cuenta de que yo no era el hijo que esperaba tener. Lo que yo no soportaba, no era que mi padre hubiera intentado matarme el día que le confesé mi tendencia sexual, sino que todavía evitara pedirme perdón. Que se hubiera resignado a no tenerlo jamás. Que hubiera tirado la toalla tan fácilmente. Porque yo conocía a ese hombre, y no era orgulloso. Sólo era un cobarde. Y ni siquiera por eso yo había dejado de amarle.

- Recuerdo ese día. Lo recuerdo cada noche, ¿sabes por qué?

-Por qué, papá…- no albergaba ninguna esperanza de que me dijera algo útil. Miré el reloj, era el momento de despedirse.

- Porque cada noche intento volver al pasado, a ese día, esperando que lo que pasó fuera una pesadilla más. Así cuando te despertaras, volverías a tener tu sándwich recién hecho en la mesita de noche. Y una vez más, todo estaría en calma, y tú y yo juntos. Unidos por un sándwich mixto.

Fue entonces cuando miramos nuestros platos, y de repente, el presente se mostraba tan absurdo como el pasado. Así que nos echamos a reír.
O mejor dicho, me eché a reír. A carcajadas. Porque en el viejo “Little Palace” no quedaba nadie, tan sólo yo y los restos de mi tierno sándwich mixto, el cual me había hecho inventar un tierno padre. Me reía, porque se me había hecho de noche pensando en nada.


lunes, 13 de julio de 2015

Sevilla, 10 de julio de 2015

“De los pobres sabemos todo... Solo nos falta saber por qué los pobres son pobres...
¿Será porque su desnudez nos viste y su hambre nos da de comer?...”
Eduardo Galeano, Los hijos de los días.

La raza. La etnia. El color de la piel. ¿Qué nos hace realmente diferentes? ¿Verdaderamente estos rasgos nos diferencian, o existen otras características físicas, sociales o culturales que nos separan aún más? Y lo más importante, ¿en qué momento decidimos que estas diferencias pueden marcar el derecho de un individuo a tener una vida digna?
Al principio, todo era de todos. La tierra no se dividía, sino que se compartía y se multiplicaban los beneficios que de ella se obtenían. Pero llegó un momento en el que, al parecer, éramos muchos y, por tanto, era difícil de controlar el hecho de que todos tuviéramos acceso a los mismos bienes, a las mismas oportunidades. Antes, era obligación de todos hacer llegar a todo el clan lo necesario. Pero con el tiempo, tener lo necesario para garantizar la supervivencia de la especie dejó de ser lo primero, ya que la especie llegó a ser demasiado numerosa y diversa en cuanto a intereses. Ahora lo primero era no perderse en ella, entre la multitud. Y para no ser uno más, la solución fue acumular. Tener más que el otro. Eso marcaría para siempre la diferencia. El “tener” se convierte en un criterio de exclusión que, incluso hoy, puede salvar una vida o quitarla. Así se creó la más cruel de las armas del hombre contra el hombre (que no de la naturaleza para con el hombre), un arma letal que proporciona una muerte lenta y silenciosa en vida: la pobreza. El antihéroe del poder.
En las primeras civilizaciones no existía el poder tal como lo conocemos. Tan sólo existía el ser: la persona, el animal, la tierra. Y los seres humanos convivían con el resto de seres de la naturaleza, quizás no siempre en armonía, pero sí en igualdad, porque ninguno había llegado primero y ninguno era el dueño de nada. Todo era de todos. Tan sólo los dones de cada uno les otorgaba poder o cierto grado de capacidad a la hora de desempeñar una tarea. Pero ésta siempre se ponía al servicio de la comunidad. ¿Cuándo dejamos de ser iguales?
1492. El reino de Castilla siente que roza con los dedos la inmortalidad. Ellos, aún vivos, ya forman parte de la historia de la humanidad. Confirmamos que, efectivamente, el mundo es una esfera. Aunque tan sólo podamos percibir la grandeza misteriosa del universo cuando el sol se esconde tras el horizonte, en ese momento de nuestra historia nos descubrimos co-habitantes en esta misma tierra con infinidad de hombres y mujeres, diferentes en muchas cosas, desconocidos, pero ante todo hombres y mujeres, con nuestras mismas necesidades y la misma capacidad de sentir.
Y he aquí, en ese mismo instante, cuando sale a la luz nuestra mayor limitación como seres humanos: la ignorancia, la cual se vuelve necedad cuando existe una falta de consciencia de que se es ignorante. Desconocemos esas tierras, esos pueblos y esa historia. Pero eso resulta secundario, ya que en un momento así lo que importa es que es nuestro bando el único preparado para un enfrentamiento. El único que puede y que tiene intención de decidir si convivir o doblegar. Y es ésta la brecha que nos ha acompañado durante siglos. También en tiempos antiguos existieron civilizaciones que apostaban por esta brecha humana en la que unos nacían para ser utilizados y otros para utilizar a sus semejantes. Pero no por ello deja de ser grave que, en tiempos donde un pueblo que avanza quiere descubrir otros mundos y otras culturas para enriquecer el conocimiento colectivo, cayera de nuevo en la torpeza refleja de dominar, de colonizar. El deseo de esclavizar, que esclaviza al que lo satisface y al que lo padece. El deseo que hace que las dos partes jamás vuelvan a ser las mismas. Porque es antinatural que el hombre esclavice al hombre, ya que todos somos naturaleza, pieza insustituible en una tierra que ya presenta un equilibrio perfecto, el cual no es necesario ni oportuno alterar. Y aun así, portugueses, españoles, holandeses, ingleses y franceses se interesaron por alterarlo.
Muchos han sido los hombres y mujeres, blancos y negros, que han alzado su voz en la historia desértica de la lucha contra la desigualdad racial. Racial. Una palabra que, en realidad, alude a la raza de los animales, ya que hoy día se considera más oportuno hablar de etnia y cultura cuando nos referimos a poblaciones de origen, habla y costumbres diferentes. Es curioso que “la cuestión de la raza” nos recuerde a la expresión que definió otro de los momentos históricos más oscuros de nuestra trayectoria humana, cuando se llevó a cabo la “solución final” respecto a “la cuestión judía”. Y es curioso también que, al igual que entonces, la comunicación jugara con la sociedad hasta el punto de hacerle negar lo que estaba ocurriendo. En nuestros días, porque vivimos de la mano de una dictadura de la comunicación, podríamos pensar que el fenómeno de la esclavitud y sus posteriores consecuencias de cara a la comunidad afrodescendiente no es comparable a los hechos atroces y ya condenados que tuvieron lugar durante el Holocausto. Pues bien, según los datos, aproximadamente 6 millones de judíos y 11 millones de personas entre judíos y no judíos fueron asesinados por el régimen nazi en los pocos años que duró la ocupación (1938-1945). Y fueron 14 millones de africanos los que fueron deportados de sus países de origen para ser llevados a la fuerza como esclavos al Nuevo Mundo, y casi 200 millones de personas las que murieron a causa de la esclavitud a lo largo de los casi cuatro siglos en los que se prolongó esta práctica (1518-1873). Desafortunadamente, estos hechos son comparables en cuanto a la brutalidad y a la deshumanización que traen consigo y los estigmas que provocan en una sociedad. No debemos olvidar que cuando un grupo se erige superior a otro, ejerce un poder alienante y dictatorial, de manera que el grupo que sufre la vulneración de sus derechos de forma brusca y sin explicación aparente, se siente desprovisto de su hogar, su familia y su modo de vida en un plazo en el que le es imposible reaccionar ni asumir lo que está ocurriendo. Esto tiene como consecuencia un complejo de inferioridad en el grupo sometido que, con el tiempo, marcará comportamientos conformistas en su descendencia ante una sociedad que, a su vez y como acto reflejo, continuará frenando el desarrollo pleno de sus capacidades.
Imaginemos dos niños que nacen en un mismo país y al mismo tiempo, uno con la piel clara y otro con la piel oscura. Imaginemos que nacen en Brasil. La primera barrera que podemos encontrarnos se produce a la hora de registrar esos nacimientos. En el caso del bebé blanco, no se pone en duda que será censado, pero en el caso del bebé de color existe la posibilidad, dependiendo del contexto en el que nazca, de que no sea registrado, ya que en Brasil un 20% de la población no blanca no se encuentra censada. En segundo lugar, existe la garantía de que sea cual sea el origen del niño blanco, éste tendrá posibilidad de recibir una educación básica y superior, situación que difícilmente podrá garantizarse en el caso del joven negro, ya que, según los datos, el 87% de los adolescentes brasileños que no tienen acceso a la educación son negros. Este contexto se agrava si tenemos en cuenta los grupos poblacionales con los que estos dos niños acabarán identificándose socialmente, ya que ambos individuos, a medida que crezcan y se hagan adultos, vivirán en un ambiente en el que el 50% de la juventud negra se encuentra desempleada, el 80% de los presidiarios brasileños son morenos y, tanto los niños como los ancianos “de la calle” son no blancos a causa de leyes que tuvieron vigencia hace poco más de un siglo como fueron la “Ley del vientre libre”(1871) y la “Ley del sexagenario” (1885). No es de extrañar que aún hoy día existan brasileños con cierto nivel de vida y cierto grado de ignorancia que piensen que esas leyes constituyeron el comienzo de la liberación de los esclavos. Así mismo, se ha divulgado que surgieron de las entrañas conmovidas de un gobierno piadoso y generoso, siendo desaprovechadas por sus propios beneficiarios, y cuyos descendientes se encuentran actualmente en una situación de precariedad y de exclusión social, al parecer, “buscada”. Crecer y desarrollarse en una sociedad con estos estereotipos, donde el blanco es el que triunfa por regla general y el que suele alcanzar un estado de bienestar social porque, se supone, sabe aprovechar mejor los recursos, marca sin duda una conciencia social en cada uno de los dos jóvenes de los que hablamos que marcará las aspiraciones de cada uno de ellos a la hora de elaborar su proyecto vital. Una consecuencia directa de estos mensajes que son inyectados por una sociedad “emblanquecida” a propósito desde hace más de 100 años es la carga identitaria que pesa todavía sobre los jóvenes no blancos. Independientemente del poder adquisitivo con el que estén familiarizados cada uno de estos jóvenes cuando pasen a adultos, habrán aprehendido que el desarrollo y el progreso de una sociedad capitalista y que el concepto de “modernización” son factores que se encuentran íntimamente relacionados con unos estándares occidentales (donde tienen lugar corrientes estadounidenses, europeas e, incluso, asiáticas) y completamente alejados de componentes étnicos, tribales y/o ancestrales. Este influjo de la ideología del emblanquecimiento tiene como resultado que en la actualidad aún queden atisbos de una población negra que siente cierto complejo de inferioridad. Este sentimiento se refleja en hechos como que el 70% de los no blancos de Brasil viven este fenotipo genético como es el color de su piel como un conflicto interno, ya que se ven instados a asumir valores y modelos blancos. Esto también se manifiesta incluso en la política, donde poblaciones de mayoría negra votan por norma general a gobernantes blancos; o en las órdenes religiosas, donde reglamentos internos dificultan el ingreso de personas de color; o en las fuerzas armadas, donde los negros tienen serias dificultades para ascender a rangos superiores.
Definitivamente, si se pretende construir una sociedad libre de prejuicios raciales, hay que comenzar por identificar y asumir la situación actual en la que se encuentra dicha población. En el caso de Brasil, son muchos los esfuerzos que se han hecho para crear una conciencia en el país, tanto en blancos como en no blancos, de que no se sufre ya discriminación racial. Y éste es uno de los mayores problemas ante el que nos encontramos a la hora de combatir cualquier tipo de desigualdad: la negación de la misma. Algo parecido ocurre hoy en algunos sectores de nuestra sociedad respecto a la desigualdad de género, ya que uno de los mayores enemigos que tiene la concientización de una sociedad es la normalización de una realidad injusta. Al igual que muchas mujeres piensan hoy día que ya hemos avanzado “suficiente” en la lucha por nuestros derechos, son muchas las personas de origen africano que piensan que ya están salvadas todas las barreras socio-culturales que impiden que la etnia no sea un condicionante para que todos tengamos igualdad de oportunidades en el ámbito de nuestros derechos y deberes civiles.
Una vez que se reconozcan los nichos donde desde tiempo atrás se hayan aplicado normas o leyes que separen a las personas por su etnia, sería conveniente, no sólo eliminar ese tipo de criterios de exclusión, sino valorar las consecuencias que puede tener sobre esa población la modificación o eliminación de esa ley, y dotar a sus destinatarios de los recursos necesarios para que la equidad de condiciones no despierte represalias o sentimientos de competitividad en ninguna de las partes implicadas.
Por otro lado, es necesario revalorizar y reeducar a toda la sociedad acerca del modelo de sociedad y de la cultura afrodescendiente. Y para ello, es fundamental elaborar programas de acción donde los principales beneficiarios sean las propias familias que tienen alguna ascendencia africana. Como hemos comentado anteriormente, los jóvenes reciben en la actualidad una influencia muy poderosa por parte de los medios de comunicación y del turismo mal dirigido. No es extraño ver cómo, incluso en los resquicios de quilombos que todavía se mantienen vivos en Brasil, los mayores muestran su preocupación por cómo las últimas generaciones sienten más admiración por la vida de los blancos que por la de sus antepasados, cuando realmente no han tenido la oportunidad de conocer la riqueza y posibilidades que su propia cultura aporta a la sociedad. En un sistema como en el que vivimos, en el que los ritmos y las obligaciones auto-impuestas controlan nuestra existencia, la filosofía de vida que nació en los quilombos o palenques puede ayudarnos a transformar una sociedad que ha olvidado parte de su esencia. Qué mejor referencia de nuestros orígenes podemos tener que la del mundo africano, el cual, hoy día sigue luchando por perpetuar sus lenguas, creencias y formas de vivir. Promocionar la recuperación y conservación de los quilombos que fueron creados en diferentes rincones del Caribe, la selva peruana y Brasil puede significar, no sólo un acto de reconocimiento histórico para con la deuda que nos ha dejado la esclavitud a toda la humanidad, sino un referente más en el que poder reunir a estos pueblos y explorar cómo han evolucionado aspectos que hoy día nos inquietan a todos, como es el trabajar la tierra con respeto, el desarrollo sostenible o el cultivo ecológico.
Por otro lado, vivimos en un mundo globalizado, donde todos/as las personas merecen tener acceso a la tecnología. El problema es que, a veces, este acceso y uso es deliberado y provoca choques culturales dentro de algunos clanes o familias, donde sobre todo se alude al plano espiritual. En este sentido, estamos ante uno de los factores que más pueden favorecer la complementariedad entre las diferentes etnias, ya que por un lado, el grupo más próximo a la tecnología puede ofrecerla al que menos contacto ha tenido (sea por cuestiones geográficas, medios, costumbres, etc.), y a su vez, nutrirse de la autenticidad espiritual que gran parte del pueblo afrodescendiente todavía conserva y transmite generación tras generación. Algo similar ocurre con la música y la danza que se encuentran arraigadas en la intimidad de estas familias, y que no salen a la luz más por el recelo a que sean manipuladas que por que no tengan interés como patrimonio artístico y un valor incalculable. Esas danzas y sus ritmos en la mayoría de los casos nos permiten hoy día conectar con aquello que aún no ha sido tocado dentro de nosotros por la civilización. Como hemos indicado previamente, existe un componente espiritual que se manifiesta con total frescura y vitalidad exclusivamente en los sonidos del pueblo negro, que al fin y al cabo, son los sonidos de la naturaleza de ayer, de hoy y de siempre.
Otra de las enseñanzas que puede aportarnos la convivencia con la comunidad afrodescendiente y la promoción de sus valores es la del concepto de familia, clan o vecindad. Hay comunidades fuera del continente africano, como los garífunas o caribes negros, los cuales no son descendientes de esclavos, sino descendientes de un grupo que naufragó en el mar Caribe y se mezcló con los indígenas de la zona, que todavía respetan celosamente su forma de concebir la familia, de manera que sus hijos son criados, además de por sus padres, por sus tíos y abuelos. El cuidado y la responsabilidad de toda la parentela hasta de cuarto y quinto grado es una ley implícita dentro de estas comunidades, y está demostrado que esta práctica donde los niños son educados por todos los miembros del vecindario crea en los niños respeto por todos los miembros de la comunidad, sentido de pertenencia y, además, les inculca un modelo de sociedad comunal que puede combatir la consolidación de esta sociedad alienante a la que nos está llevando el modelo occidental.
Por último, existe una medida que deberían tomar los gobiernos de todos los países, y no de forma exclusiva para afrontar el problema de la discriminación racial, sino de cara a proteger a todos los colectivos que por causas étnicas y culturales sufren injusticias en lo que respecta a su desarrollo intelectual y profesional. Existe una realidad especialmente violenta en los núcleos urbanos que cuentan con la presencia de afrodescendientes, indígenas y personas en situación de refugio y/o desplazamiento, y es la creación de asentamientos en la periferia de las ciudades. Son numerosos los países de todo el mundo que tiene presencia afrodescendiente en sus principales núcleos urbanos, ya sean del Caribe (73,2%), de América del Sur (22,6%), de EEUU (8,4%) o de Europa (1,2%). Si se pretende restaurar la igualdad de oportunidades entre la población blanca y no blanca, se debe garantizar que estas comunidades tengan acceso a una educación básica de calidad, además de establecer la red de infraestructuras necesaria para dar posibilidad a quien quiera adquirir estudios superiores y formación profesional. La principal fuente de inspiración para que el pueblo negro y sus descendientes puedan luchar por la justicia social y pueda proteger sus raíces y contar su versión de la historia deben ser sus propios hijos. Y la sociedad tiene el deber de comprometerse a aportar las herramientas necesarias para que esto sea posible sin jugar un papel paternalista ni ejercer discriminación positiva. Estos grupos poblacionales tienen plena capacidad de tomar decisiones y disfrutarán de completa autonomía en el momento que les sean reconocidos sus derechos y deberes como los de cualquier ciudadano.
A modo de conclusión, podríamos recordar que, de alguna forma, todas las injusticias que hoy día siguen sufriendo los pueblos por razones de origen y etnia, también son alimentadas o permitidas por un sistema del que todos/as participamos activamente. De esta manera, los errores cometidos y el sacrificio de nuestra ascendencia, haya sido de un color u otro y de un bando u otro, también han sido nuestros propios errores. Esto debería fortalecer en nosotros el deseo de restablecer un equilibrio que ha sido alterado, y la confianza plena de que cualquier tipo de esclavitud, opresión o dominio entre iguales acaba siendo un estigma generacional para las dos partes, la oprimida y la dominante.
El pueblo africano es agricultor. Podemos hacer una comparativa con el maíz. Según el Popol Vuh, el libro sagrado de los indígenas de Mesoamérica, el hombre finalmente fue creado a partir de las cuatro variedades principales de maíz: blanco, amarillo, rojo y negro. Cada variedad presenta compuestos diferentes que aportan beneficios específicos mediante su ingesta. ¿Qué pasaría si se promoviera más el cultivo de alguna de estas variedades? ¿Y si alguna de ellas desapareciera? ¿Tendría sólo consecuencias económicas, o también culturales?
Al fin y al cabo, todos venimos del maíz.
Todos venimos de la tierra.



Ensayo “Todos venimos de la tierra.”, publicado en http://www.unesp.br/portal#!/debate-academico/todos-nos-viemos-da-terra/ con motivo del Decenio Internacional de los Afrodescendientes proclamado por la OMS (2015-2024)


viernes, 12 de diciembre de 2014

Un día cualquiera

Hay días que uno debe rescatar y compartir. Y ayer fue uno de ellos.
- Ayer fui por primera vez a la oficina del paro. Sólo quería informarme.
Sin entrar en detalles, 4 años y pico de trabajo ININTERRUMPIDO me daba derecho a 8 meses recibiendo 700-500 euros brutos según temporalidad. Primera patada en el estómago, no para mí (que soy una “niña mimada” que tengo para vivir bien un tiempo curioso gracias a mi familia, ahorros, etc.), sino para cualquier mujer de mi edad que haya tenido unos medios limitados, normales. La segunda patada, la que me dejó fuera de juego, vino con la pregunta: ¿Tienes hijos?...Las milésimas de segundo que pasaron mientras pronunciaba el NO encerraron la siguiente reflexión: “Si tuviera hijos, después de lo que me has dicho que voy a recibir para subsistir, ¿crees que no estaría ahora estrangulándote?” Me imaginaba como madre, saltando esa mesita tan limpia y ordenada, y rompiéndole el ordenador en la cabeza, y no sé cuántos actos delictivos más que se me ocurrieron en ese momento. “Gracias a Dios que no tengo hijos, qué suerte la tuya, guapa.”
Para colmo, después de la paliza, puso la guinda diciéndome (con una tensa sonrisa) que, por ser menor de 30 años, tenía ciertas ventajas a la hora de cobrar la prestación si me daba de alta como autónoma (en cuestión de 15 días y presentando una memoria creíble al cabo del mes, porque si no, me la quitaban)...es decir, que si tengo ilusión por montar un negocio, me ayudan a vender mi alma al diablo para arruinar mi vida por completo. Encima te invitan a vivir al límite, in the borderline. Gracias.
- Cuando llegué a casa le dije a mi madre que comprendía, por enésima vez en mi vida, a quien bebe, se droga, enloquece, huye...de hecho, en mi opinión, es la única reacción lógica en medio de tanta confusión. No la comparto, no animo a ello, pero la puedo llegar a comprender mucho mejor que la falta de sangre.
- Luego fui de Triana al centro, y me pidieron dinero 15 veces en mitad de mareas de gente que dice estar pasándolo mal, pero con bolsas en las manos. Cuando me alejaba, algunos me gritaban. Nunca me habían gritado desde lejos para pedirme dinero...mi desazón menguó cuando me percaté de algo nuevo. La mayoría de la gente que pide, estaba hablando con otra gente. Al menos ya nos paramos, hablamos con el otro. Eso es cercanía, y nos hace humanos de nuevo. Algo es algo. Todavía no sabemos educar a nuestros hijos para que no se sientan mal si no hay una oleada de regalos de Navidad. Pero al menos ya dejamos que nos vean hablando con gente que huele a alcohol y a suelo, no porque no quiera ducharse, sino porque en la calle no hay duchas públicas todavía.
- Por la tarde me hablaron de la Amazonia, de que aún existe, a pesar de que está siendo invadida desde hace años por empresas a las que pagamos, esas que llegan, matan personas y ecosistemas, y ponen el huevo en pleno pulmón de la humanidad. Me enteré de que aún quedan pueblos que rechazan la civilización y que hay gente luchando para que permanezcan a salvo en el anonimato. Escuché muchas cosas, y recordé por qué me fascina tanto el ser humano, pese a todo. Por eso me pongo tan rabiosa a veces, porque AÚN no lo aborrezco.
Los que me conocen, saben bien que hace tiempo dejé a un lado los medios de “desinformación”, ya que me da miedo enterarme de las cosas bajo el yugo de la dictadura de la comunicación en la que creo que vivimos. Por ello, intento enterarme de cómo va el mundo preguntando a la gente, básicamente...y así es como vuelvo a toparme con la raíz del problema: vivimos aletargados, y cuando el mundo se haya ido al garete despertaremos preguntándonos ¿qué ha pasado?


lunes, 10 de noviembre de 2014

Mentiroso


Eres un mentiroso.
Me hace gracia la gente que encomendamos nuestra vida a alguien o algo.  En mi caso, a un dios mentiroso, un dios contador de historias que se paseaba, dicen, por las calles en sandalias, que apenas tenía bienes, que hablaba de bondad y que describía un reino distinto, donde tu riqueza depende de la grandeza de tu corazón, y no de tu esfuerzo por ahorrar y acumular. ¡Ja! ¿Me explicas por qué, entonces, los que viven solo para sí mismos y vulneran la vida de otros se acaban saliendo con la suya?
Eres un mentiroso.
Y te lo digo desde aquí abajo, sepultado, bajo tierra, desde mi ataúd y desde mi inconsciencia. Porque ya no soy, vale, pero he sido. Y ahora que estoy solo, aquí contigo, me vas a escuchar. Mentiroso. Porque yo nunca he hecho grandes cosas, ni he querido ser alguien especial, pero sí tenía un plan que incluía el bienestar de otros. Sí me creí tu cuento, el chino. Y aun así me cuesta asumir que no era verdad.
He rezado mucho. Y he amado todavía más. A cada paso que daba pensé que me acompañabas de verdad, porque no me sentía solo, pero, además, dejaron de sentirse solos los demás. No me sentía con poder, pero se me daba bien hacer que los demás pudieran. Y, mírame ahora, estoy atrapado bajo tierra; pero lo que me asfixia es saber que ellos también. Porque yo fui quien les contó eso de que morir en ti, feliz, no es morir, y todas esas pamplinas. Y ahora, ¿qué les cuento?
Eres un mentiroso.
Yo nunca quise engañar a nadie, solo soñaba con formar parte de algo verdadero y, sobre todo, humano. Solo quería traer esperanza a un pueblo que la necesitara, porque era en ellos donde yo la encontraba. Quería que probaran a qué sabe una vida que te pertenece, o el calor que da un sol que amanece con la promesa de un mañana, o qué se siente cuando uno construye, incluso a partir de la nada. ¿Y así se acaba? Una guerrilla, un grupo de hombres con armas y un susto… ¿de eso se trataba?
Me hubiera conformado con que me hubieras dado una señal antes, antes de conocer a esta gente a la que ya no le quedaba nada. Porque, más cruel que no tener esperanza, es tener una falsa esperanza. Yo les enseñé, ellos me enseñaron, ya no lo sé… pero juntos experimentamos que un mendrugo de pan solo no era suficiente, pero que un mendrugo de pan más un pequeño detalle cotidiano, sí que daba para vivir. ¿Y para qué? ¿Para qué superar el hambre, la sed y la indigencia si luego tu propio hermano puede ser tu verdugo? Los ancianos del grupo me decían siempre: “Tu dios dice que quien vive en Él, no morirá para siempre. Bien, nosotros entonces le sonreiremos a la muerte.”
Eres un mentiroso.
Mientras tanto, arriba, en la superficie, el mundo permanecía impasible. Tan solo en la televisión local, en las ciudades más cercanas al poblado, aparecía esos días una noticia un tanto insólita. Ese día había tenido lugar el entierro de un poblado entero, entre cuyos miembros se encontraba un sacerdote que, desde hacía años, convivía con la comunidad de nativos. Todos fueron asesinados un día azaroso, por gente elegida de forma azarosa, como tantas veces ocurre. Por eso no valía la pena destacar fecha, lugar ni nombres. La noticia destacaba solo una cosa: todos los cuerpos encontrados compartían una expresión similar en la cara. Una sonrisa.




Mi vecina Carmela

Nunca me ha gustado que me interrumpan cuando estoy en mitad de la calle con la bicicleta panza arriba intentando colocarle bien la cadena. Supongo que para quien no monta mucho en bici quizás resulte un poco espectacular ver una bici boca arriba, pero la verdad es que en ese momento lo último que necesita uno es que vengan varias personas a aplicarle su mejor remedio o a darle consejos del tipo “es que deberías echarle aceite de vez en cuando”, “es que las bicis hay que cuidarlas”, “quizás sea el cambio de marchas” o “¿dónde te la compraste?”. El otro día me dejó tirada nada más salir del portal y me preparé para lo peor, ya que no podía haber mejor escenario para el desfile de opiniones que estaba a punto de suceder. En cambio, algo me aguardaba esa mañana:
-Hola - escuché a mi espalda una voz ronca, pero no estridente, al revés, más se parecía a un susurro.
- Hola, ¿qué tal?-dije con el piloto automático mientras me afanaba en mi labor.
Silencio.
Tardé unos minutos en darme cuenta de que la voz no había continuado como esperaba. Me giré. El silencio me había hecho pensar que no encontraría a nadie, pero me equivoqué. Pegué un respingo, porque allí estaba. La mujer más vieja que he visto en mi vida es vecina mía, se llama Carmela y, allí estaba, encorvada, diminuta, enjuta pero maqueada, muy bien peinada. Me observaba.
-Mmm… ¿Necesita usted algo, Carmela?- pregunté intentando no mostrar mi contrariedad injustificada.
Con un gracioso movimiento de hombros, cogió impulso, aire fresco por su nariz agrietada.
- No, hija, no, sólo te estaba viendo. ¿Te molesta?- odio a la gente sincera, porque la mayoría de las veces no les puedes rebatir nada.
- Nooo, por Dios, Carmela…
- ¿Te gusta ir en bici?- hablaba con calma, se tomaba sus tiempos, como si estuviéramos tomando el té, cada una en su butaca. Tenía sus manitas cruzadas sobre su discreto abdomen.
- Sí, es lo más cómodo. No hay tráfico ni semáforos, no necesitas buscar aparcamiento… No está mal.
- Oye, niña, qué bueno. Y además, sabes arreglarla, ¿no?- mi capacidad de charlar, a la vez que contenía mi frustración porque la cadena no rodaba, disminuía.
- Bueno… lo intento. Se hace lo que se puede- y se la devolví para terminar con el diálogo de besugos -.Oiga Carmela, ayer tuvo visitas, ¿no?- como buena vecina, escuché que subía a su piso con dos o tres personas más, rondando su edad. No me interesaba lo más mínimo, pero mi madre me enseñó desde pequeña a evadir preguntas haciendo otras.
Silencio. Con Carmela es como si pagaras por cada aliento. Para ella respirar es como si el aire debiera ser meticulosamente aprovechado.
- Bueno… sí.
Después se queja mi madre de mis monosílabos. Carmela no se quedaba atrás. Parecía que escuchaba mis pensamientos. O quizás era ella la que pensaba y pensaba, con el mismo cuidado con que respiraba.
- Son mis amigos de la cabaña.
Ante semejante respuesta ya empecé a pensar que bendita la hora en la que toqueteé la cadena y los frenos el día anterior, y que más valía haberla dejado como estaba. Puñetera bici que me hacía escuchar ya, no sólo las lamentaciones de gente aburrida o los sueños de mecánicos frustrados, sino los delirios de viejas chochas que viven en cabañas.
- Somos cuatro amigos y también, las veces que se lo permiten, viene mi nietecito. A veces no nos entendemos muy bien, pero nos queremos mucho. Dicen que todos, aunque seamos diferentes, tenemos algo que aportar, ¿no? Pos eso será.
Al fin, la cadena rodó.
-Bueno, Carmela, que me alegro mucho de verla. ¡Hala! ¡A seguir bien!- volé.
Al cabo de dos días me acordé en la cena de este episodio de la cabaña de Carmela y se lo comenté a mis padres.
- ¡Pues no que la Carmela, de arriba, la trola que me ha metido! Dice que los que vienen a verla son sus amigos de “la cabaña”.
Silencio. Qué manía…
- Oye, ¿qué pasa?- intuí que había pocas ganas de explicarme, pero insistí, para que mis padres creyeran que sí me interesaba la vida de Carmela. Nunca hay que rendirse y, ante los padres, menos.
- ¿Has visto a los señores que suben a veces con ella? -mi madre se puso seria, me había metido en el fango hasta el fondo, un fango del que ya no podía salir.- Pobre Carmela, no sabe uno si reír o llorar cuando pasan por la acera. Cada uno tiene una cosa y siempre van un ciego, un sordomudo, un señor en silla de ruedas con las piernas amputadas o yo qué sé qué, y su nieto, que puede rondar tu edad y sufre una especie de autismo. Nunca me entero bien porque me da apuro preguntarle. Por lo que se ve, se conocieron en un centro de ocio que había hace unos años, llamado La cabaña, donde las personas que estaban en el centro psiquiátrico de abajo de la calle, bien porque estuvieran por voluntad propia o porque estaban terminando su estancia, podían reunirse para tomar algo o para jugar a algún juego de mesa con gente del barrio. Es para verlos paseando. Apenas hablan, porque no se entienden, pero en cambio a mí me da la sensación de que se entienden… No sé, es muy raro, ¿verdad, Manolo? Juntos se les ve estupendamente.
Mi padre, parco en palabras donde los haya:
- Chari, se entienden mejor que tú y que yo. Hazme el favor de comer que el filete se te va a encartoná- mi padre, un hombre gráfico también donde los haya.
 Ya no puedo ir a La cabaña, pero desde que conocí a Carmela y sus amigos, me da por pensar que todos tenemos nuestro lugar en el mundo. La cabaña sólo había permitido dejar los prejuicios en la puerta y se consolidó como hogar de las diferencias, un lugar donde quedaban protegidas del rechazo, para ser útiles para otros.

No sé la “diferencia” que caracteriza a Carmela. Ella camina despacio y, cuando ve que la adelanto con la bici, dice que piensa: “Vuela pajarillo, vuela alto, que yo me quedo aquí abajo velando los pastos”.

Olor a tiza

Cada mañana me levanto sobre las 5,30. Tengo mucho sueño. En realidad daría lo que fuera por quedarme unos minutos más en esa postura sobre la alfombrilla que tanto me ha costado encontrar durante la noche. Pero entonces escucho la voz de mamá desde el otro lado del muro de adobe y barro que me dice: “Ya sabes lo que le pasa a quien no despierta al sol, cuando seas anciano y torpe, te dejará ciego para que no puedas ver amanecer. El sol es el más rencoroso de los astros, y si eres perezoso y no te despiertas antes de que salga, te dejará ciego.” Así que, de un salto, me planto fuera de casa, trepo al árbol a cuyos pies está el abuelo, y espero mientras el sol se despereza a que salga. A mí aún me parece un poco raro, pero según decía el abuelo, al sol no hay que llamarlo, sino que se despierta con el ruido que hacen los pies de los niños sobre la tierra. Por eso es importante madrugar, al menos en mi pueblo todo el mundo lo cree así.
Después de comer algo de plátano frito o maíz tostado, y recoger mis cosas, pongo rumbo a la escuela. Ahora está más cerca que hace algunos años, y tan sólo tengo que caminar dos horas para llegar. Además, el camino no está nada mal, la tierra se mantiene bien agarrada a la montaña, así que incluso los días de lluvia puedo ir un rato al colegio.
Me gusta la escuela. Es cierto que muchas cosas que allí nos enseñan me parecen difíciles, y me canso, así que los mejores momentos los paso jugando al fútbol con mis compañeros. En cambio, es raro, porque entrar en clase me produce una sensación que no sé describir, pero que es buena. Es sólo un instante, pero me hace estar de buen humor, y más cuando sé que cada día se va a repetir. A veces mis amigos me empujan y se meten conmigo, porque cuando entramos, lo hacemos corriendo (la señorita siempre dice que un día vamos a romper la puerta) pero yo, en un punto justo antes de cruzar la entrada, intento quedarme parado, totalmente quieto. Es difícil porque, además del caos que se forma, en la entrada a las aulas el sol da de forma directa, y si te quedas mucho tiempo quieto, te quemas los pies. De hecho, cuando la profe sale un rato, jugamos a ver quién aguanta más tiempo quieto. Yo no soy muy bueno, pero me defiendo. Y más, si se trata de prolongar, como decía, ese instante de entrar en la clase, ver a mis compañeros, las mesas y sillas y lo mejor: la pizarra. A los mayores no les impresiona la pizarra, pero yo lo veo como una superficie gigantesca, y además, siempre sucia porque está llena de misterios sin resolver. Recuerdo perfectamente la primera vez que usé una tiza para pintar en ella…fue horrible. Arañé sin querer esa superficie verdosa oscura y esto me produjo una sensación muy desagradable, además de descubrir que no había magia en esos dibujos blancos que se formaban en ella, sino que se trataba de un trozo blanco de algo llamado tiza que se desmoronaba con facilidad. Pero desde entonces algo surgió en mí, algo nuevo que me acompaña hasta ahora, y es la costumbre de que, cuando la profe me obliga a escribir algo en la pizarra, yo lo hago, pero mi mente se pierde en otra dimensión en la que imagino que la pizarra está tan oscura y empolvada como mi vida, que acaba de comenzar, y la tengo que llenar con cosas, vivencias, lo que yo quiera. Es genial.
Para nuestros mayores, la vida en el pueblo creo que no es fácil, aunque sigo sin entender muy bien por qué, y mi tía siempre dice que lo que hacemos y decimos en nuestra vida vale tan poco como las operaciones matemáticas que resuelvo en la pizarra del colegio, no porque no sean útiles, sino porque cualquier día llega alguien que de un manotazo puede borrarlas. Ella dice que “lo importante es lo que aprende nuestra cabeza y nuestro corazón, porque es lo único que no muere ni envejece, porque siempre pasa de unos a otros.”
Soy Mohamed, tengo 10 años, y hoy no he podido ir a la escuela porque me han cogido. Mamá me dijo que estoy podía pasar. Siempre hay grupos de jóvenes armados que buscan gente para enseñarles la guerra. A mí no me interesa la guerra, tampoco la entiendo bien, pero ahora sólo me preocupa sobrevivir, porque a veces hacen daño a la gente. Papá me dijo hace tres años que si esto pasaba algún día y él no podía ayudarme, hiciera exactamente lo que ellos dijeran, y saldría con vida. Así que no tengo miedo. Lo malo es que estoy encerrado desde hace horas, el sol pensará que me he dormido y cuando sea abuelo y tenga muchos nietos, me dejará ciego. Me han dado un arma, dicen que mañana me enseñarán a usarla. Al tocarla por primera vez siento nostalgia de cuando toqué una tiza por primera vez. No me desagrada el tacto, pero recuerdo que el abuelo siempre decía que las cosas que no salen de la tierra nunca ofrecen garantía ni cuantía, o algo así.
A propósito, ahora creo que entiendo un poco lo que quería decir el abuelo cuando el cole estaba más lejos. Yo no quería ir, y él me repetía:
“Mohamed, estás cansado porque estás vivo, siente la dicha. Ir al cole es vivir, no sobrevivir.”

Espero no olvidarme de esto.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Pepa

- ¿Sigues teniendo pesadillas?- hizo la pregunta de rigor, no porque eso le preocupara lo más mínimo, pero se lo perdoné.
- Pues no te lo vas a creer, pero desde que llegué a este lugar no me ha despertado ningún mal sueño. No creo que los sobresaltos de madrugada hayan acabado…pero creo que estoy durmiendo mejor.
- ¿Y eso? Entonces, entiendo que estás bien…- no supe si se alegraba o no, pero también se lo perdoné. Para mí la noche en los últimos años había sido una de mis mayores torturas, y parecía que ésta se había apiadado de mí.
- Supongo que sí… ¿cómo estás?- no tenía mucho tiempo, me lancé.
- Te comento que por aquí nadie sabe nada, Ramón hace lo que puede, los niños preguntan, y yo ya tengo bastante con el trabajo, dentro y fuera de casa- “Ramón”, “los niños”… cuchilladas en mi estómago. Pero quizás la herida más profunda era la del “trabajo, dentro y fuera de casa”. No me había dicho cómo estaba, pero no hacía falta. Estaba sola, porque yo la había dejado sola. Sola con nuestros hijos. Sola con mi mejor amigo, Ramón, su pareja actual, que previamente fue su amante, y que ahora cuida de mis hijos y, además, intenta sacarme de la cárcel. Y sola con mi asignatura pendiente, mi padre. Un viudo con Alzheimer que, en su momento, sintió adoración por ella, porque era lo mejor de mí. Si…también le perdoné ese dardo envenenado. Qué iba a hacer.
- Pepa yo…
- ¿Tú qué?- quería disculparme por enésima vez, pero me pudo el miedo a otro ataque. Quería hablarle, cada día, a cada hora. Acompañarla de alguna manera. Ahora estaba encerrado, y me sentía seguro. No podía hacer nada malo, no podía cagarla mucho más. Y sobre todo, no podía hacerles sufrir más. Y eso me tranquilizaba.- Dime. Dime algo nuevo. Algo que me haga sentir que vale la pena nuestros esfuerzos por sacarte de ahí. ¿Crees que después de esto puedo confiar en ti?
- Pepa, lo siento muchísimo…- le había pedido perdón en mi vida tantas veces como puñetazos había marcado en las paredes, en los coches o en la cara de otros tíos. Pero nunca lo había sentido tanto. En los momentos en que uno recupera el sosiego, alcanza el punto álgido de remordimiento. Ése que tantas veces había anhelado. Arrepentirse no es fácil cuando uno se refugia bajo la sombra del odio.
Escuché un breve silencio, como cuando nos dicen algo que necesitábamos, que nos sana, y cerramos los ojos para llevarnos toda la sensación del mensaje. Y acto seguido, me llegó el sonido de un amago de sollozo que se partió en llanto. De alguna manera, sentí que no era un llanto rabioso ni de amargura.
- Te quiero hijo de puta…ándate con ojo por allí, que te crees muy listo y no eres más que un mojonero- Pepa lloraba como casi siempre, de amor. En mi vida he conocido una mujer que amara como ella, como el amor que se describe en las bodas y que nadie cumple. Pepa fue la única persona (y me temo que será) que me quiso de forma incondicional, y lo seguirá haciendo. Ella se preocupó por conocerme, se inventó mis virtudes para aceptar mis miserias. Y aún hoy, con una vida marcada por un ex marido en la cárcel que también espera ser ex traficante de droga, me demuestra que me ama con locura.
He tenido una vida de mierda, pero no he querido contarla. Si en esta entrevista de seguimiento a un preso condenado para el resto de su vida piensan que voy a intentar convencerles de mi arrepentimiento y de mis posibilidades de reinserción, siento hacerles perder el tiempo. He preferido contarles que he logrado hablar sin gritos después de quince años con lo mejor que me ha pasado en la vida.

Con mi Pepa.