viernes, 13 de julio de 2012

Cuando la virtud se vuelve clasista

Sin duda, el ser humano me sigue sorprendiendo. En esta etapa en la que mi indignación parece (pero no está) adormecida porque esa carencia de tiempo para desarrollarse uno mismo llamada estrés se ha apoderado de mis días, hay episodios que, de repente, la despiertan. Y no sólo la despiertan, sino que encima, me la dejan con insomnio. 
Siempre me he considerado una persona exigente, dura conmigo, casi hija de todo para los demás. Antes, mis expectativas acerca de lo que los demás podían o debían aportar eran enormes, gigantes, y por supuesto, de inverosímiles dimensiones, ya que cuando creces (mientras vives, porque si no vives, no creces) la experiencia te enseña que basta que esperes algo para que después la realidad se te quede pequeña. Por tanto, aprendes a no esperar nada que no sea el cumplimiento de tus propios retos, aquello que sí puedes controlar y decidir, aquello que sí forma parte de tu búsqueda, de tu camino, y no del de los demás. El siguiente paso a este descubrimiento, que no es poco, es disfrutar de la satisfacción que da el alcanzar tus metas (pequeñas o grandes, ridículas o trascendentes, blancas o negras, etc.) SIN MIRAR las que alcanzan los demás. Y aquí es donde me he sorprendido… 
El perseguir unos objetivos en la vida, construir tu recorrido en el día a día, el llegar o no a tu destino, y encontrar lo que buscabas o esperabas, el llevarte chascos tras cada esquina…es un camino tan PERSONAL, que precisamente es de las pocas cosas intocables de nuestra personalidad. NADIE puede juzgar por qué o cómo has hecho las cosas, a menos que tenga un profundo conocimiento de tus pasos. El conocimiento hasta el que tú mismo hayas permitido llegar, y nada más. Pues bien, mi sorpresa ha venido cuando me he dado cuenta de que cuando logramos alcanzar nuestros objetivos en el día a día, o cuando cumplimos con lo que esta sociedad tan maravillosisisisíma espera de nosotros y poseemos un buen trabajo o cargo, y además tenemos una familia numerosa que llevamos estupendisisisimamente, y además encontramos tiempo para llevar la casa, y además incluso encontramos tiempo para hacer alguna labor social o varias y podemos decir que dedicamos tiempo a otras personas…nos volvemos clasistas. 
 Sí señor, eso he dicho, CLA-SIS-TAS. Porque yo he visto con mis ojos y escuchado con mis oídos cómo personas con perfiles “perfectos”, de vida “perfecta” y actitudes “perfectas” ante la vida. Personas que se han construido a sí mimas, a las que nadie les ha regalado nada, y que pueden ser ejemplos de superación y constancia. Personas admirables y que podrían ser modelos a seguir…yo las he visto caer del pedestal con una sola frase: “Si yo he podido llevar todo esto para adelante, los demás también, y quien diga que no puede, miente. No lo hace porque no le da la gana”. Es cierto que cuando nos cuesta sudor y lágrimas conseguir un puesto de trabajo, un ascenso, pagar una casa, compaginar la familia con el deber, compaginar pareja con amigos, etc. Y logramos superar esas dificultades, la experiencia parece que nos da una visión diferente, menos insalvable, de la situación. Pero a su vez, nos quita tolerancia cuando alguien nos viene de nuevas y se le hace un mundo aquello que nosotros ya hemos archi-superado. Es comprensible…pero no es justo. No nos engañemos. 
Ninguno somos iguales al otro, y por tanto, no tenemos las habilidades o sensibilidad de otros ante las mismas circunstancias. Eso es lo que hace que el camino de cada uno deba ser respetado. Deba ser intocable y totalmente libre de juicios. Es más, estoy convencida de que daríamos un gran paso en el conocimiento de nosotros mismos si en el momento en el que nos sorprendamos juzgando el esfuerzo de otro (“psché, este se ahoga en un vaso de agua…con lo que yo he pasado y ese se queja de lo que tiene”) pensáramos en qué esfuerzos hacemos en nuestra vida que realmente nos pesan tanto como para sentir la necesidad de que los demás pasen por ello si de verdad quieren alcanzar el lugar que nosotros ocupamos. 
No digo que sea fácil, todos nos hemos sentido humillados o con cara de tontos cuando algo nos ha costado mucho trabajo conseguirlo y, de repente, aparece el “enchufao” de turno, o la persona acomodada que se queja por todo, y pretende llegar por el camino rápido a la cima de esa montaña a la que tanto trabajo nos ha costado escalar. Pero por otra parte, ¿no estás satisfecho tú mismo del camino recorrido, de tu aprendizaje, de tu vivencia? ¿Sólo te has quedado en lo duro que ha sido? ¿Deben todos los demás pasar por lo que tú? ¿Por qué? Si hay quienes “parecen” elegir el camino corto, fácil o poco meritoso, es libre de hacerlo. Porque ¿cuál es el camino fácil? ¿Cuándo nos sentimos tan en posesión de la verdad que nos permitimos clasificar si las decisiones de la gente son las acertadas o no? ¿No roza un poco la soberbia el hecho simplemente de afirmar que existen caminos fáciles? Y más cuando se trata de personas de las que sabemos poco o casi nada, como suele ser casi siempre. 
Lo importante es ser coherente con uno mismo, no engañarse, precisamente porque ahí es cuando empezamos a engañar a los demás. Cuando pensamos “pues la próxima vez no voy a ser tan tonto, y voy a mirar por mí… se acabó”. Es en esta frase donde se atisba ese toque agrio que dan las buenas acciones hechas sin sinceridad, de manera anti-natural. Porque cuando uno da sus pasos sobre la tierra firme de sus convicciones, las acciones de los demás no son más que el libro abierto que permite conocer a las personas, y no el arma con el que atacarlas. 
Yo en este caso pido por todos los que nos consideramos luchadores en esta vida, para que nunca caigamos en el error de convertir de nuestra lucha, la de todos. Porque aunque esta sociedad promulgue lo contrario, la vida no tiene por qué ser una competición, sino un amistoso en el que se gana, se pierde, nos cansamos, disfrutamos, nos pasamos el balón o lo chupamos, hacemos faltas, y a veces, metemos gol. 
Y los abucheos los dejo para las divisiones, porque en la vida real no existen (si existen, no es vida, es pantomima). En el terreno de juego, todos somos iguales.

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