lunes, 6 de agosto de 2012

En camino...


Despertar en casa. Despertar en tu habitación después de haber dormido en tu cama, perfecta, a tu gusto, con sábanas, con tu pijama de siempre. Poner los pies en el suelo y echar de menos bajar las escaleras de la litera. Molestarte por un momento por haber dormido tan bien, sin ruidos de otras treinta personas en la misma habitación que se van despertando horas antes para comenzar a caminar. Despertar y querer mirar a tu alrededor y ver esas camas vacías de aquellos que han decidido empezar el camino de noche, con la fresquita, con sus linternas.
Mirar la mochila aun medio hecha y tener el impulso de recoger las cuatro cosas que necesitas y volver, volver a empezar. Volver a ese primer día, en el que imaginamos cómo se nos dará el camino, qué personas conoceremos, si lograremos aguantar las dificultades o si todo irá bien con las que nos acompañan. Ese primer día que representa las mismas dudas de cada día de nuestra vida cotidiana.
Volver a sentir que el momento más importante de la jornada viene marcado por el sonido de nuestros pasos, uno tras otro, ninguno hacia atrás…no como en la vida diaria, en la que siempre estamos reculando, volviendo la vista atrás. En el camino no titubeas, no retrocedes, siempre vas hacia adelante.
Una jornada también marcada por el sonido de los pasos de otras personas, al principio anónimos, al final mucho más familiares que los de casa. Volver al día a día en el que las miradas, los gestos, las risas, y compartir lo que descubrimos de nosotros mismos se vuelven ingredientes más esenciales que las palabras, que el hablar por hablar.
Volver a sentarse en la mesa con el deseo auténtico de disfrutar de estar juntos, olvidándonos de otros males como el dinero, dónde ir o qué comer. Todo parece bueno, todo se vuelve asequible cuando lo que importa es quiénes somos y qué estamos buscando. No existen las comidas evitables, cargantes, donde es difícil que la compañía y las inquietudes de cada uno estén tan unidos que lo demás no importe.
Volver a amanecer cerca del campo, persiguiendo conchas y flechas amarillas, a los anhelados desayunos a mitad de camino, a la gente sencilla que te encuentras y son capaces de hacerte creer en los milagros sólo con mirarte a los ojos, a los caminantes que, sean peregrinos o no, te desean “buen camino” y cargan de aire nuevo tus pulmones, a las cervecitas antes de entrar en el albergue, a disfrutar de una tarde de playa como si no hubiéramos andado ni tuviéramos que volver a andar kilómetros y kilómetros, a almuerzos en bares medio escondidos de la costa, donde la gente de la tierra te cuenta las luces y las sombras de la zona como a cualquier amigo, a enamorarnos hasta del taxista que nos lleva y nos trae, a nuestros pies calentitos en las termas después de un día insufrible, a charlas que arreglarían el mundo con gente que apenas conoces pero con las que ya conectas y ni te preguntas por qué, a furgonetas que nos vienen a buscar a los monasterios para que no nos perdamos ni uno de los grandes momentos, a curar contracturas tirados en el suelo de una iglesia, a contarnos cuentos mientras el mundo habla de banalidades, a decidirlo todo juntos respetando los gustos de cada uno, a caminar juntos respetando el ritmo de cada uno o, incluso, a cantar juntos un cumpleaños feliz por teléfono si se trata de alguien que de alguna forma u otra, nos importa, porque forma parte de nuestro camino.
Volver a conocer a las personas por lo que son, por lo que dicen sus ojos, por cómo te acompañan, por cómo te hacen sonreír o sonríen, por lo que hablan y lo que callan. No por lo que tienen o por cómo visten. Volver a estar en silencio, escuchar a alguien que apenas conoces, y averiguar cuál es su peso, cuál es su carga, y desear aligerarla. Con sólo escuchar, basta.
Volver a ver Santiago desde lejos, y no creerlo. Volver a acercarnos al centro, y no creerlo. Volver a no estar seguros del camino en la ciudad, porque ya no hay flechas que nos lo marquen. Volver a asomarnos a la plaza…y agarrarnos de las manos, dejar latir el corazón fuerte, mirarnos y saltar. Volver a Santiago.
Volver a tirarnos en la Plaza del Obradoiro, a observar la inmensidad, a dejarse embriagar por ella, por la música, por el ambiente que se crea cuando un lugar está tan cargado de ilusiones.
Volver a compartir largos silencios, tan valiosos como las conversaciones, tan perdidos y subestimados en la rutina habitual.
Volver, en definitiva, a vivir intensamente, “como si no hubiera mañana”, siendo “naranjas enteras”, dando bocaítos cuando una cosa rica ande cerca (“ahm”), terminando unas etapas y empezando otras, curándonos las heridas del propio camino (al principio llorando, después orgullosos de ellas), identificando nuestras limitaciones, confiando en el otro, en su palabra y en su apoyo incondicional. Y sin prejuicios, sin barreras, porque en el camino, todos somos iguales.
Para todos lo que están en búsqueda, a veces perdidos, a veces confusos. Para todos los que están en camino…porque sólo así se obtienen respuestas.

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