lunes, 5 de agosto de 2013

Contradicciones

Ayer tuve una revelación.
Iba camino de un destino al que me dirigía por primera vez, y como suele pasarme, dí un rodeo hasta dar con la tecla. Y en ese rodeo tuve una visión…o mejor dicho, me asaltó una visión, de tal manera que nos paralizó a mí y a mi coche, y ya no había rotonda, ni semáforo en verde, ni coches que venían desde tres direcciones diferentes para confluir justo en mi carril, donde yo estaba.
Algo parecido pasa quizás con nuestros pensamientos. A menudo ocurre que nos llevamos varios días, incluso meses, acumulando ideas que vienen y van en nuestra cabeza, y de repente, en un momento concreto de estrés, de actividad intensa, o de sobresaltos, todas confluyen en un punto, y si no estamos demasiado ofuscados, obtenemos lo que yo llamo una revelación: una información vital y delicada que afectará en adelante a nuestros actos, o no, pero de alguna manera, resulta ser una respuesta.
La visión fue algo muy simple, cotidiano, y puede que lo haya visto muchas otras veces, pero nunca se me presentó con tanta claridad. Veía mis manos sobre el volante, hacían casi juego, porque no se sabe muy bien cuál de los dos estaba en peor estado, si mis manos un poco secas y encalladas, o el volante de un coche que anda, ruge o, incluso, muge como señal de reivindicación, ya que siempre es el sustituto de la casa, el que nadie usa, el que nadie quiere, porque se supone que el otro es mejor que él. Unos metros más adelante, se podían ver los coches en movimiento, semáforos que se abren y cierran acompasadamente, cláxones, frenazos, etc. Y de fondo, estaba mi pregunta y mi respuesta, mi rotonda de ideas, lo que me hipnotizaría para el resto de la tarde…una cancha de baloncesto con unos chavales del barrio jugando un amistoso.
No es la primera vez que siento lo mismo que sentí en ese momento ayer, pero sí es la primera vez que me paro a enfrentarme cara a cara con este sentimiento…porque lo que sentí fue envidia. Ni mala ni buena, ni blanca ni negra. Simplemente, envidia.
Envidia para mí, y alegría por aquellos que juegan un partidillo de lo que sea, donde sea, cada cierto tiempo con sus amigos, con los vecinos, con quien aparezca. Envidia y alegría por aquellos que se van de cervezas, y realmente lo hacen, y se les van las horas hablando de cosas relativamente importantes, y no pasa nada, porque la carga del mundo no está sobre sus hombros, lo saben, y no tienen por qué andar tan preocupados pensando el tiempo que dedican a la cerveza, a las copas, a valorar si están hablando de banalidades o no, y si lo hacen con personas que les enriquecen o no. Envidia y alegría es lo que siento por todos aquellos que quedan día tras día en la placita para irse a fumar unos “pitis” al rincón del pueblo desde donde se divisa un poco la caída del sol, y unas veces se llevan la guitarra y otras no, por aquello de introducir a “alguien” más en la pandilla de los de siempre. Envidia y alegría siento (sólo a veces) de las tías que dejan darse a conocer a todos los tíos que les entran, y les dan un tiempo prudencial hasta que la cagan, y con una sutileza sublime acaban dándole a entender lo que ya imaginaban desde el momento que pronunciaron la primera frase, “será mejor que te vayas”.
Porque la vida resulta ser un camino árido para todos, no lo niego. Pero intentar vivir cada minuto con consciencia y coherencia; luchar por buscar verdades en un mundo en el que la mentira reina, porque las fichas del tablero de juego nunca nos resultaron suficientes, ni las cartas buenas, y decidimos esconder el AS en la manga, decidimos coger el atajo, rápido, fácil, fugaz. Esconder los dados. Apostar alto, más de lo que podíamos permitirnos…Al final, hay una diferencia clara entre quienes se adaptaron y aceptaron el sistema, dando por hecho que no tenían otra opción que jugar, y los que pensaron que sólo jugando, podrían arreglar la maraña.
Los primeros piensan que nunca podrían llegar tan alto, volar tan alto, porque desde el principio decidieron que no querían más decepciones, fracasos ni ilusiones tiradas a la basura. Por tanto, decidieron vivir, aunque eso incluyera a menudo quemar sueños por aceptar un buen puesto de trabajo, tirar recuerdos por la ventana porque guardados en el corazón hacen más daño del que podrías soportar, apagar la televisión si habla de personas como tú, pero que en lugar de estar en el sofá sufren, mueren y ven morir a los suyos con tan solo un parpadeo, desear en el futuro vivir en una mansión y tener un gran coche, porque acumular dinero para el consumo propio, finalmente, resultó ser más fácil en este circo que acumular fuerzas para darlo, y luchar por el reparto equitativo. Y muchas cosas más.
Y yo admiro a los primeros. A los más numerosos. A los que se levantan por la mañana con el único objetivo de vivir otro día más, lo mejor posible, y si ya lo haces cerca de quienes más te quieren, te admiran y/o te protegen…pues de p… madre.
Insisto. Yo admiro y envidio a estas personas.
Y siempre lo haré, porque yo…no puedo ser así. Y ayer, me dí cuenta.
Me dí cuenta que unos nacen para disfrutar, y otros para procurar que los demás disfruten. Nada es tan dramático, pero sí es cierto que algo corre por las venas. Esa tendencia. Ese fuego.
Un fuego que no te deja. Que te libera de muchas cosas, pero que te impide desconectar de otras tantas. Un fuego que te hace batallar y patalear por donde haga falta, sin miedo de expresar, sin miedo de que te juzguen por raro, loco o inconformista. Pero con mucho miedo cuando, a veces, unas poquitas veces, te enfrentas a la vida cotidiana, a la vida tranquila y apacible, esa que está llena de personas que te acogen, te miman, o incluso te admiran. Adoras a esa gente, pero temes estropearles la partida con tus revueltas mentales, y por ello, siempre desearías verlas así, observar su disfrute en la distancia, o por un agujerito abierto en la pared. Sin perturbarles con la realidad que conociste, porque quisiste.
Lo bueno de esta vida, aunque es árida, es que nosotros elegimos muchas de nuestras cargas.

Ésa es tu carga, y bendita sea…porque tú la elegiste.

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