No lo sé. No sé en qué momento
subiste al autobús. Ni en qué momento me percaté de tu reflejo en el cristal de
la ventana. Porque yo soy de las que siempre quieren ventana, ya sea en el
tren, en el autobús, o incluso en el coche, prefiero ser copiloto, no porque me
lleven, sino por disfrutar y entregarme, plenamente, al paisaje que se me
ofrezca tras esa división que siempre, siempre, me impide disfrutar del viento:
la ventana.
Las personas como yo solemos
elegir ventana en los trenes o buses, y en el fondo, es un misterio, porque
normalmente, de noche no sirve para nada, porque las luces del interior del
vehículo acaban con el espectáculo, creando nuevas imágenes, ilusorias, que
nunca nos interesaron…o quizás sí. Ya no lo sé. A veces pienso que puede que, a
pesar de viajar a menudo de noche, sigamos eligiendo “ventana” porque en el
fondo nos da igual lo que nos ofrezca. Lo importante es perderse en lo que
represente. Como cuando te sientas en el teatro y esperas realmente que los
actores logren raptarte durante unas horas de tu mundo, tu vida, o de la imagen
que tú tienes de la misma.
No lo sé. No sé por qué pero hoy,
dudé si tu reflejo era una quimera, un invento de cristal, o era realidad. Y
quise volverme…pero no lo hice. No quise, no pude o no debí. No lo hice porque
sabía que si eras real, ya nunca podría dejar de mirarte. No lo hice porque
incluso tu imagen, la del cristal, quise acariciar, recorrer, estudiar. Cada
poro, cada brillo o mate de tus mejillas, cada movimiento que tu nariz
articulaba mientras respirabas. Cada milésima de segundo que me bebí contando
tus parpadeos, rápidos y fugaces, como tu mirada, que se me antojaba atenta,
penetrante pero esquiva. Tú controlas lo que miras, pero también lo que no.
Porque a mí no me miraste, pero todo el resto de tu ser sabía de mí, al igual
que el mío sabía de ti.
No lo sé. No sé en qué instante,
de repente, me dí cuenta que mi trayecto se acababa, que tenía que girarme, que
tendría que exponerme a saberte real, y con ello, a verte, olerte, rozarte al
agacharme a recoger las cosas, a escuchar tus pensamientos y saborear tus
dudas, las mismas dudas, los mismos nervios. Quedaba una parada, y nunca hubo
un minuto tan eterno. No sé cómo, pero tú sabías de mi delirio, de mi miedo, y
con delicadeza exquisita, pero sencilla y noble, en ese minuto te fuiste
moviendo, haciendo, elaborando, con prudencia, mi hueco. Porque el bus estaba
lleno, pero hubiera dado igual que estuviera vacío. Ese hueco, ese espacio, o
ese planeta, no era tuyo ni mío. En el fondo, era nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario