lunes, 18 de noviembre de 2013

Ventana, siempre.


No lo sé. No sé en qué momento subiste al autobús. Ni en qué momento me percaté de tu reflejo en el cristal de la ventana. Porque yo soy de las que siempre quieren ventana, ya sea en el tren, en el autobús, o incluso en el coche, prefiero ser copiloto, no porque me lleven, sino por disfrutar y entregarme, plenamente, al paisaje que se me ofrezca tras esa división que siempre, siempre, me impide disfrutar del viento: la ventana.
Las personas como yo solemos elegir ventana en los trenes o buses, y en el fondo, es un misterio, porque normalmente, de noche no sirve para nada, porque las luces del interior del vehículo acaban con el espectáculo, creando nuevas imágenes, ilusorias, que nunca nos interesaron…o quizás sí. Ya no lo sé. A veces pienso que puede que, a pesar de viajar a menudo de noche, sigamos eligiendo “ventana” porque en el fondo nos da igual lo que nos ofrezca. Lo importante es perderse en lo que represente. Como cuando te sientas en el teatro y esperas realmente que los actores logren raptarte durante unas horas de tu mundo, tu vida, o de la imagen que tú tienes de la misma.
No lo sé. No sé por qué pero hoy, dudé si tu reflejo era una quimera, un invento de cristal, o era realidad. Y quise volverme…pero no lo hice. No quise, no pude o no debí. No lo hice porque sabía que si eras real, ya nunca podría dejar de mirarte. No lo hice porque incluso tu imagen, la del cristal, quise acariciar, recorrer, estudiar. Cada poro, cada brillo o mate de tus mejillas, cada movimiento que tu nariz articulaba mientras respirabas. Cada milésima de segundo que me bebí contando tus parpadeos, rápidos y fugaces, como tu mirada, que se me antojaba atenta, penetrante pero esquiva. Tú controlas lo que miras, pero también lo que no. Porque a mí no me miraste, pero todo el resto de tu ser sabía de mí, al igual que el mío sabía de ti.
No lo sé. No sé en qué instante, de repente, me dí cuenta que mi trayecto se acababa, que tenía que girarme, que tendría que exponerme a saberte real, y con ello, a verte, olerte, rozarte al agacharme a recoger las cosas, a escuchar tus pensamientos y saborear tus dudas, las mismas dudas, los mismos nervios. Quedaba una parada, y nunca hubo un minuto tan eterno. No sé cómo, pero tú sabías de mi delirio, de mi miedo, y con delicadeza exquisita, pero sencilla y noble, en ese minuto te fuiste moviendo, haciendo, elaborando, con prudencia, mi hueco. Porque el bus estaba lleno, pero hubiera dado igual que estuviera vacío. Ese hueco, ese espacio, o ese planeta, no era tuyo ni mío. En el fondo, era nuestro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario