Yo estaba sentada en la sala de
espera de urgencias. Nada dramático. Daniel, mi hijo de 8 años, había intentado
hacer de Spiderman en el parque y se había caído. Tenía algunas heridas, pero
afortunadamente no se había roto ningún hueso. Le estaban haciendo algunas
curas. Y a mí, en esa sala de espera, de alguna manera, también. De repente fui
consciente de que, aunque estaba allí en el parque, a su lado, no pude evitar
la caída de Daniel ni sus consecuencias. Y de la misma manera, todo aquello que
me hacía no querer levantarme de la cama por las mañanas… la hipoteca, visitar
a mis padres aun a sabiendas de que no soy su favorita, sentir que no hago bien
mi trabajo, un marido con cuya infidelidad convivo (y casi respeto, porque bien
mirado, yo también le sería infiel a una mujer triste), un hijo que admira a su
padre y apenas sabes lo que siente por ti…
Tendemos a pensar qué hicimos mal,
en qué momento nos empezamos a equivocar de tal manera que asumimos que no había
remedio. Pero ese día, Daniel tuvo una caída por azar, y no tuvo grandes
consecuencias. Le miré sin temor a que me juzgara, le abracé, con todos mis
límites y debilidades, pero también con todo mi amor y mi indiferencia por mi
falta de fortaleza. Con todo mi ser, sin olvidarme de nada.
[…]
Así fue como aligeré mi carga, me
liberé. Esa tarde yo también me caí, pero en la cuenta de que reconciliarse con lo que
uno es, o con la vida que lleva, no es más que encontrar una pista.
La verdadera.
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