jueves, 8 de mayo de 2014

A la luna...

Es  curioso el ser humano y sus contradicciones.
Siempre nos ha llamado la atención explorar nuevos lugares, al igual que siempre hemos creído en la posibilidad de viajar a la luna en el futuro, hecho que se confirmó con uno de los supuestos logros de la Humanidad que tuvo lugar hace casi 50 años: pisar la superficie lunar.
En cambio, hay cosas que me resultan muy curiosas. Por ejemplo, que tengamos ganas de viajar a la luna cuando apenas nos hemos molestado en conocer nuestro propio hogar. Por supuesto, si no lo conocemos, no podemos respetarlo y hacer que perdure y, en este caso, sí tendría sentido buscar otros lugares que conquistar, para cuando se acaben los recursos de uno, ir a por el siguiente. Quizás por esta razón hacemos películas donde los extraterrestres nos visitan con intenciones similares, pero ya en esto no nos vamos a meter.
Mientras se me escapan las letras, admito que se me viene a la cabeza una venenosa idea. Y es que lo de querer viajar a la luna me recuerda a todas esas personas que aún buscan el remedio de la eterna juventud cuando todavía no han descubierto realmente qué quieren hacer con sus limitadas vidas que las haga dignas de ser eternizadas. O también se podría asemejar a todas esas familias cuyos miembros se aíslan unos de otros, pero en cambio muchos prestan servicio en orfanatos o en residencias de ancianos para cuidar familiares de otros. Es como vestirse sin ropa interior. Estás cubierto, pero por dentro todo se mueve y tambalea. Más valdría por tanto andar desnudo y dejarnos de tapujos.
Es  curioso el ser humano y sus contradicciones.
Porque dicen los entendidos que aún no podemos viajar a la luna, pero yo digo que sí. ¿O es que no hay gente que vive en la luna? ¿Dónde quedan esas personas que consideramos capaces de evadirse tanto de su realidad, que parecen estar en otro planeta? Armstrong, lo siento, pero para mí no fuiste el primero. Hubo, hay y habrá mucha gente que estará en la luna siempre que se pueda, siempre que se atrevan o siempre que se lo permita la imaginación, su corazón o qué sé yo. Porque el término “viajar” significa exclusivamente un cambio de ubicación o estado, pero el término como tal no acota ni el medio por el que viajamos ni el tipo de destino que buscamos. Tan sólo incluye la realización de un camino, un recorrido, pero ni siquiera una transformación del individuo que lo realiza y que decide ponerse en camino. Cada uno con su itinerario, con su ritmo.
Por tanto, yo diría que queremos viajar a la luna para escapar, para explorar y descubrir nuevas cosas que sean capaces de sorprendernos y dejar atrás un mundo que tanto en lo bueno como en lo malo, ha dejado de hacerlo. ¿Qué nos ha pasado que no nos es suficiente con ver la luna brillar que tenemos que tocarla, manosearla o pisarla? ¿Es que así vamos a sentir que formamos parte de algo grande e irrepetible? Quizás sea este mismo síndrome el que nos embriaga cuando vemos un niño pequeño jugar, feliz, bajo la tutela de sus padres y, en lugar de sonreír viajando a través de la felicidad del crío, nos perdemos automáticamente en una corriente de nostalgia que nos hace sentir: “Ojalá pudiéramos volver atrás y ser así, como ese niño.” Qué necedad tan insuperable la del ser humano que solemos pensar que cualquier tiempo atrás fue mejor y que el presente no es más que lo que pesa sobre nuestros hombros.
Lo mismo pasa con la luna. Está ahí, a nuestro alcance, siempre. Pero no la vemos. En cambio, la miramos hasta gastarla de tanto soñar con alcanzarla y, mientras tanto, nos perdemos todo aquello que brilla acá abajo.
Sólo un reducido grupo de población ha descubierto de generación en generación que se puede visitar y pasar largas temporadas pero, como todos los seres de esta sociedad que muestran un mínimo de conciencia alternativa a la impuesta, son ignorados. Pero os aseguro que hay grandes expertos en viajar a la luna. Hay personas que cada día se enfrentan a lugares o situaciones hostiles, tanto, que deciden cerrar los ojos, respirar y, cada uno por sus medios, viajan a otro lugar mejor, en calma, de un blanco marfil y rodeado de la inmensidad del firmamento. ¿Por qué no? No parece mala idea ir allí. Al lugar donde habitan tu descanso, tus sueños o tu fortaleza. Aunque sepas que es simplemente un viaje y que requiere el regreso a tu estrés, tu pesadilla o tu propio yo vulnerable. Pero eso será más tarde.
Es  curioso el ser humano y sus contradicciones.
Porque como todo viaje, antes de partir, es necesario hacer las maletas y ponerse en marcha, embarcar o despegar. Y aquí es donde la mayoría caemos en el engaño. La mentira del “no puedo”, “aún no estoy preparado” o “quizás mejor otro día”. La mentira que nos hace débiles ante el desarraigo. Y nos ancla a tierra para no caer, cuando quizás llevamos arrastrándonos por el suelo más tiempo del que podamos recordar.
Ya es el futuro, ya se puede viajar a la luna, pero nos sigue paralizando el miedo a despegar.
Así nos va.
Y así les va a los que, a costa de nosotros que nos quedamos aquí, toman impulso y van.
A la luna.

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