Amare.
Amar. ¿Cómo un verbo tan simple puede estar tan cargado de otras muchas,
infinitas acciones? Cuando pensamos en el amor, se nos vienen a la cabeza
numerosos recuerdos de vivencias propias o de otros, y según si se nos encoge
el corazón o el estómago, haremos nuestro consiguiente diagnóstico para
expresar ante los demás si el amor resulta ser “bueno o malo para la salud”.
Porque las personas siempre tenemos cierta tendencia esquizofrénica y suicida a
clasificar las cosas en malas o buenas, no sé muy bien si es porque lo hemos
heredado del catolicismo o porque realmente es innato en nosotros establecer
divisiones y fronteras que nos ayuden a simplificar la vida y de este modo
saber de qué bando estamos en lugar de saber convivir con todos nuestros claroscuros.
Y como digo, esta práctica tan extendida (y que para mí resulta de muy mal
gusto) tiene, en primer lugar, un tinte esquizofrénico, porque nos divide en
dos cuando realmente somos uno; y en segundo lugar, suicida, porque al dividir
su esencia, el hombre renuncia a algo intrínseco de sí mismo, y por tanto, se
sacrifica como ser completo y va a parar directamente al infierno de los
creyentes, que es la infelicidad de los vivos. Ojalá nos hiciéramos cargo de
nuestras vivencias, sean del color que sean, y dejáramos a las palabras
tranquilas, sin mancharlas con los lamparones que dejan nuestras connotaciones.
Pero no acaba aquí el gafe que parece tener en este sentido la familia de
palabras que comparten esta raíz verbal. Algo semejante y no menos escandaloso
y deshumanizante ocurre con la palabra “amante”.
Amante significa
sencillamente “el que ama”. No hay trampas ni malos entendidos. No hay putas ni
maridos. Ni noches ardientes, ron con sabor a piel o tangas escondidos. Etimológicamente
hablando, la palabra amante designa a todo aquél que ama. Al esposo/a que ama,
y por eso comienza el día dándole el beso mañanero a su cónyuge y lo termina
haciendo el amor con otra persona. Al esposo/a que ama, y aunque se sabe
engañado por su cónyuge, recupera cada día el aliento con el beso mañanero, y
con él vuelve la esperanza de que se trate de una aventura pasajera que, cuando
acabe, fortalecerá los lazos familiares. También define al tercero/a en una
pareja, que no tiene hora, que aguarda con las joyas, la lencería o el perfume
colocado cual maniquí hasta que suena el timbre del portal y se desmonta la
escena. Una escena que día tras día, va hilando meses o años, hasta que una
tarde el personaje se descubre viviendo entre bambalinas y se cierra el telón.
Hasta aquí quizás quedan descritas casi todas las imágenes que se nos vienen a
la cabeza cuando escuchamos o decimos la palabra “amante” pero, ¿qué pasa si la
viéramos en su totalidad y no la relegáramos al fenómeno “telenovela”? Puede
que nos haya pasado con esta palabra como con tantos personajes históricos que
dedicaron sus vidas a cambiar el mundo, que organizaron revoluciones pacíficas
o que murieron queriendo demostrar el lado humano del ser humano y que, por
tener sus ideas demasiado alcance como para ser atado, el sistema los relegó a
meros ejemplos históricos de ideales firmes de justicia y solidaridad, a los
que homenajear cada cierto tiempo y cuyas hazañas sirvieran de vídeo motivador
susceptible de ser utilizado en estrategias de “coach” para liderar grupos.
Hombres célebres que pudieron
cambiar el mundo y cuya historia queda relegada a una mera estrategia de
marketing, palabras que describen parte de la complejidad humana que quedan circunscritas
al mundo del pecado, el vicio y el desenfreno.
Hoy, que es un día como
otro cualquiera, podríamos aventurarnos. ¿Quiénes son los amantes? ¿Un fenómeno
estético con maneras de Don Juan como describe Mecano? ¿O quizás dos almas que
se encuentran en un punto inoportuno del espacio y el tiempo, y se descubren a
sí mismos en el otro? Con esta descripción coincidía Cesare Pavese con aquello
de “El amor tiene la virtud de desnudar no a los dos amantes uno frente al
otro, sino a cada uno delante de sí”. Él imaginaba la pareja de amantes, pero en el fondo ¿quién no ha experimentado
que el amor alguna vez le hizo vulnerable? Cuando uno ama verdaderamente, lo
que importa ya no es el objeto amado, sino lo que el amor provoca en el amante.
Ser amante no es más que entregarse, a veces de primeras es dejarse caer sobre
una tierra fértil...firme, pero amar al final siempre resulta ser un salto de
fe, un saltar al vacío porque, pase lo que pase, mueras en el intento o te
recoja algún ángel, tú amas, y por eso decides arriesgarte. Y porque amas, te
has desnudado, y desnudo por las calles has vendido tus ropas, gritando con
júbilo que te sientes, al fin, descubierto por la persona o por aquello que
amas; y porque amas, te has despojado de tus armas, esas que tanto te
esforzaste por cargar, cosidas con aguja e hilo de tus heridas pasadas, y las
has tirado al mar, porque has reconocido que el mayor dolor, el que te
traspasa, no lo puedes abatir porque viene de la persona o de aquello que amas;
y porque amas, te has saltado las normas, quebrantarías la ley y tirarías por
el retrete toda esa reputación que con tanto mimo alimentaste si tan sólo con
eso enalteces a la persona o aquello que amas. Al final, ser amante no es más
que un camino de autoconocimiento.
Porque quien ama, se expone. Quien se expone, aprende. Y quien aprende
evoluciona, aunque no se sabe en qué dirección.
Personalmente, admiro a los amantes. A los de verdad. A los que aman a
las personas en su totalidad porque aman la vida con detalle. Igual que quien
se enamora de alguien lo acepta con sus virtudes y defectos, de la misma manera,
quien ama la vida debería bebérsela cuando ésta le regala buenos y malos
momentos. Porque reír, al igual que llorar, lo podemos hacer porque estamos
vivos, y sólo quien sabe saborear esa experiencia merece ser llamado amante con
todas sus letras.
Vivan los amantes de la vida, y por tanto, de todas sus consecuencias.
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