jueves, 26 de abril de 2012

A nuestros abuelos

 Iba a empezar diciendo “Hay cosas para las que nunca estamos preparados”. Pero, mejor dicho, creo que nunca estamos preparados para nada. Quizás es por eso por lo que el ser humano experimenta cada vivencia como si fuera la única, cada segundo como si fuera eterno, cada beso como la llave de un sentimiento nuevo, diferente.
No sé lo que se siente cuando uno “se va haciendo mayor”, esa sensación de crecer y menguar a la vez, esos tropiezos que te hacen ver que habrá más, porque ya no eres el de antes. No sé lo que se siente cuando uno “se siente mayor”, ese retorno a la niñez más cruda, cuando estamos indefensos, sin murallas que protejan nuestra alma virgen de roturas, sin el freno de la prudencia y el autocontrol porque tu sed de cariño y atención, tu instinto de supervivencia, actúa como gendarme de tus actos.
Sólo puedo intuir lo que veo, y ante mis ojos se detiene una vida que todo se lo acaba cobrando. Un futuro que juzgará si hemos vivido el presente, si lo hemos aprovechado, y si hemos pisado el de alguien por hacerlo.
Somos muchos los que llegaremos a viejos (no puedo hablar por mí, otra sorpresa de la existencia), y somos conscientes de ello, pero da igual que lo sepamos, porque nunca estaremos preparados. Al menos yo, no lo estoy. No lo estoy ni para afrontar la vejez de alguien cercano.
La vejez. La vuelta al principio después de todo lo recorrido. El ajuste de cuentas diría yo. Quien durante su vida haya sembrado cariño, afecto, compañía…recibirá eso por triplicado. No porque aquí las matemáticas tengan cabida, sino porque se sumarán las ganas de vivir de esa persona (para la que sembrar ya es algo fácil, espontáneo, aprehendido) con las ganas de los demás de que siga presente en sus vidas. El ajuste de cuentas, porque en cambio, quien durante su vida sólo se haya preocupado de sí mismo y de los demás haya compartido más bien poco…recibirá aún menos. No porque nadie lo haya controlado ni acusado, sino porque somos lo que queda de nosotros en las demás personas, sencillamente; y si no damos nada en el presente, en el futuro no quedará nada de nosotros. Quedará un futuro vacío o solitario, marcado solo por el ritmo de nuestro pálpito cada vez más sordo, más lejano.
La vejez puede no parecer un problema si se ha disfrutado la vida. Es lo justo. Ahora la disfrutarán otros. Yo ya he tenido mi momento. Pero…¿qué ocurre cuando llega el momento de la gran caída? ¿cómo se afronta ver cómo tu fortaleza, tu persona, esa que has construido día a día, se derrumba de un día para otro? No hablo ya de arrugas, de canas, de piel seca y fría, de falta de apetito, de pérdida de paladar, oído, vista o del sentido de la orientación en una calle llena de desconocidos, de pies que ya no parecen los tuyos, porque no responden, de lápices que son imposibles de coger porque el temblor de tus manos se vuelve un obstáculo insalvable, un infierno. No hablo, por supuesto, de la humillación de no poder asearte y hacer tus quehaceres primarios a solas, en la intimidad, sino tener que confiarle tu cuerpo a otro, que en muchos casos, también será un desconocido. No hablo ya de eso…
La vejez puede terminar a veces en algo peor…en la pérdida de uno mismo. Del espíritu de uno mismo, aquello que nos hace realmente especiales, diferentes. Aquello que es lo único que puede mantenernos jóvenes aunque el exterior no decida acompañarnos. El olvido…el salto al vacío de nuestras ilusiones, nuestros recuerdos, aquellos que aún nos hacían vibrar. Cuando el viento empieza a recoger nuestros pequeños placeres como si fueran hojas secas, en un invierno que se queda, que ya no se irá.
Hospitales, desconocidos, desnudez, frío, soledad, anhelo de una mano familiar, ausencia de médicos, de ayuda para seguir respirando. Deseo de haber hecho las cosas de otro modo, arrepentimiento de lo que no se hizo, tormento de lo que no se sabe, incertidumbre…la espera.
Esa espera que ninguno podemos decidir como vivir, sino sólo adaptarnos. Esa espera que estará marcada por cómo vivamos antes, ahora. Ese ahora que siempre olvidamos vivir más intensamente, y más aún.
Quién diría que un corazón que los expertos denominan “insuficiente” sería capaz de dar una paliza y ablandar a uno endurecido y “envalentonado” por la sombra pasajera de la juventud. Puede que las cosas fueran diferentes si de vez en cuando probáramos la medicación para el corazón que toman nuestros abuelos. O llegarnos con ellos a la farmacia y pedir “Un poco de sabiduría, por favor.”

1 comentario:

  1. Nos queda el ser risueños desde dentro,
    el que no abunden más los recuerdos, que los proyectos;
    el que tengamos la capacidad de imaginar,
    el abandonar monstruos en cada puerto.

    Seguir creyendo en los duendes,
    no perder contacto con lo que no se ve,
    ni se puede comprobar, creer en lo de volar,
    negarse a quedar en punto muerto.

    No sabemos qué se ve desde allí,
    a menos que un testigo lo esté leyendo,
    en ese caso; escriba, señora, señor,
    que éste ignorante os estará leyendo.



    duendebosque

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