No sé lo que se siente cuando uno
“se va haciendo mayor”, esa sensación de crecer y menguar a la vez, esos
tropiezos que te hacen ver que habrá más, porque ya no eres el de antes. No sé
lo que se siente cuando uno “se siente mayor”, ese retorno a la niñez más
cruda, cuando estamos indefensos, sin murallas que protejan nuestra alma virgen
de roturas, sin el freno de la prudencia y el autocontrol porque tu sed de
cariño y atención, tu instinto de supervivencia, actúa como gendarme de tus
actos.
Sólo puedo intuir lo que veo, y
ante mis ojos se detiene una vida que todo se lo acaba cobrando. Un futuro que
juzgará si hemos vivido el presente, si lo hemos aprovechado, y si hemos pisado
el de alguien por hacerlo.
Somos muchos los que llegaremos a
viejos (no puedo hablar por mí, otra sorpresa de la existencia), y somos
conscientes de ello, pero da igual que lo sepamos, porque nunca estaremos
preparados. Al menos yo, no lo estoy. No lo estoy ni para afrontar la vejez de
alguien cercano.
La vejez. La vuelta al principio
después de todo lo recorrido. El ajuste de cuentas diría yo. Quien durante su
vida haya sembrado cariño, afecto, compañía…recibirá eso por triplicado. No porque
aquí las matemáticas tengan cabida, sino porque se sumarán las ganas de vivir
de esa persona (para la que sembrar ya es algo fácil, espontáneo, aprehendido)
con las ganas de los demás de que siga presente en sus vidas. El ajuste de
cuentas, porque en cambio, quien durante su vida sólo se haya preocupado de sí
mismo y de los demás haya compartido más bien poco…recibirá aún menos. No porque
nadie lo haya controlado ni acusado, sino porque somos lo que queda de nosotros
en las demás personas, sencillamente; y si no damos nada en el presente, en el
futuro no quedará nada de nosotros. Quedará un futuro vacío o solitario,
marcado solo por el ritmo de nuestro pálpito cada vez más sordo, más lejano.
La vejez puede no parecer un
problema si se ha disfrutado la vida. Es lo justo. Ahora la disfrutarán otros. Yo
ya he tenido mi momento. Pero…¿qué ocurre cuando llega el momento de la gran
caída? ¿cómo se afronta ver cómo tu fortaleza, tu persona, esa que has
construido día a día, se derrumba de un día para otro? No hablo ya de arrugas,
de canas, de piel seca y fría, de falta de apetito, de pérdida de paladar,
oído, vista o del sentido de la orientación en una calle llena de desconocidos,
de pies que ya no parecen los tuyos, porque no responden, de lápices que son
imposibles de coger porque el temblor de tus manos se vuelve un obstáculo
insalvable, un infierno. No hablo, por supuesto, de la humillación de no poder
asearte y hacer tus quehaceres primarios a solas, en la intimidad, sino tener
que confiarle tu cuerpo a otro, que en muchos casos, también será un
desconocido. No hablo ya de eso…
La vejez puede terminar a veces
en algo peor…en la pérdida de uno mismo. Del espíritu de uno mismo, aquello que
nos hace realmente especiales, diferentes. Aquello que es lo único que puede
mantenernos jóvenes aunque el exterior no decida acompañarnos. El olvido…el
salto al vacío de nuestras ilusiones, nuestros recuerdos, aquellos que aún nos
hacían vibrar. Cuando el viento empieza a recoger nuestros pequeños placeres
como si fueran hojas secas, en un invierno que se queda, que ya no se irá.
Hospitales, desconocidos, desnudez,
frío, soledad, anhelo de una mano familiar, ausencia de médicos, de ayuda para
seguir respirando. Deseo de haber hecho las cosas de otro modo, arrepentimiento
de lo que no se hizo, tormento de lo que no se sabe, incertidumbre…la espera.
Esa espera que ninguno podemos
decidir como vivir, sino sólo adaptarnos. Esa espera que estará marcada por
cómo vivamos antes, ahora. Ese ahora que siempre olvidamos vivir más
intensamente, y más aún.
Quién diría que un corazón que
los expertos denominan “insuficiente” sería capaz de dar una paliza y ablandar
a uno endurecido y “envalentonado” por la sombra pasajera de la juventud. Puede
que las cosas fueran diferentes si de vez en cuando probáramos la medicación
para el corazón que toman nuestros abuelos. O llegarnos con ellos a la farmacia
y pedir “Un poco de sabiduría, por favor.”
Nos queda el ser risueños desde dentro,
ResponderEliminarel que no abunden más los recuerdos, que los proyectos;
el que tengamos la capacidad de imaginar,
el abandonar monstruos en cada puerto.
Seguir creyendo en los duendes,
no perder contacto con lo que no se ve,
ni se puede comprobar, creer en lo de volar,
negarse a quedar en punto muerto.
No sabemos qué se ve desde allí,
a menos que un testigo lo esté leyendo,
en ese caso; escriba, señora, señor,
que éste ignorante os estará leyendo.
duendebosque