Estoy llegando a la conclusión de que tener amigos, al
final, es como meterse en un buen lío.
Queda claro que la amistad no tiene nada que ver con el
tiempo que llevas conociendo a la persona, ni con los lazos que os unieron. Ni siquiera,
el amor que sientes por un amigo, es comparable a otros tipos de amor.
La amistad, tal como yo la veo (y la vivo), termina siendo
el único tipo de amor que se alimenta exclusivamente de flechazos. Si cada uno
de nosotros nos paramos a pensar por un momento cómo surgió esa complicidad que
te une a tus mejores amigos, a los de verdad, a los que sabes que estarán si
los necesitas, posiblemente descubramos que todo comenzó con una casualidad, un
hecho fortuito que hizo que os encontraseis. A partir de ahí, lo demás vino
sólo…
Es curioso cómo la amistad elabora sus propias reglas a
medida que crece, se hace, se vive. Puede que mantengas un amigo desde hace
años, con el cual, nunca has podido hablar de ciertos temas. En cambio, de
repente un día conoces a alguien con quien, simplemente, conectas. Apenas habéis estado juntos unas horas, quizás pase mucho tiempo antes de que vuelvas a
compartir más tiempo, pero ese hilo ya no lo sueltas…
Por otro lado, es sorprendente cómo la amistad nos hace generosos. Puesto que
hay amigos que se quedan en el camino, que por las circunstancias no continúan
contigo y, en cambio, la amistad no es rencorosa, no entiende de cuentas
saldadas, sólo entiende que una vez existió, y eso no se borra, ni se olvida,
ni pierde fuerza. Siempre querrás saber qué ocurrió con esa persona, qué falló,
y sobre todo, nunca te dejará indiferente saber que está bien. Nunca. Aunque las
heridas que te dejó se quedaran abiertas.
Pero sin duda, lo más revelador de tener un amigo, no es
encontrarlo ni mantenerlo, que ya es difícil. Es atreverse a serlo…
Atreverse a quedar al descubierto ante alguien que te
escuchará con tanta atención que adivinará tus debilidades sin que, a veces, tú
mismo las huelas. Atreverse a acoger los triunfos y los fracasos del otro de un
modo firme, aunque también te duela. Atreverse a meterte en el fango ajeno
cuando ni del tuyo logras salir a flote y, aun así, gozar. Sentir dicha. Tener la
certeza de que, acompañando a esa persona te sientes feliz, para lo bueno y
para lo malo. Atreverse, en definitiva, a sentirse aceptado y aceptar, sin
tapujos, da vértigo…
Bendito vértigo.
Bendito vértigo.
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