domingo, 10 de marzo de 2013

Entre amigos


Estoy llegando a la conclusión de que tener amigos, al final, es como meterse en un buen lío.
Queda claro que la amistad no tiene nada que ver con el tiempo que llevas conociendo a la persona, ni con los lazos que os unieron. Ni siquiera, el amor que sientes por un amigo, es comparable a otros tipos de amor.
La amistad, tal como yo la veo (y la vivo), termina siendo el único tipo de amor que se alimenta exclusivamente de flechazos. Si cada uno de nosotros nos paramos a pensar por un momento cómo surgió esa complicidad que te une a tus mejores amigos, a los de verdad, a los que sabes que estarán si los necesitas, posiblemente descubramos que todo comenzó con una casualidad, un hecho fortuito que hizo que os encontraseis. A partir de ahí, lo demás vino sólo…
Es curioso cómo la amistad elabora sus propias reglas a medida que crece, se hace, se vive. Puede que mantengas un amigo desde hace años, con el cual, nunca has podido hablar de ciertos temas. En cambio, de repente un día conoces a alguien con quien, simplemente, conectas. Apenas habéis estado juntos unas horas, quizás pase mucho tiempo antes de que vuelvas a compartir más tiempo, pero ese hilo ya no lo sueltas…
Por otro lado, es sorprendente cómo la amistad nos hace generosos. Puesto que hay amigos que se quedan en el camino, que por las circunstancias no continúan contigo y, en cambio, la amistad no es rencorosa, no entiende de cuentas saldadas, sólo entiende que una vez existió, y eso no se borra, ni se olvida, ni pierde fuerza. Siempre querrás saber qué ocurrió con esa persona, qué falló, y sobre todo, nunca te dejará indiferente saber que está bien. Nunca. Aunque las heridas que te dejó se quedaran abiertas.
Pero sin duda, lo más revelador de tener un amigo, no es encontrarlo ni mantenerlo, que ya es difícil. Es atreverse a serlo…
Atreverse a quedar al descubierto ante alguien que te escuchará con tanta atención que adivinará tus debilidades sin que, a veces, tú mismo las huelas. Atreverse a acoger los triunfos y los fracasos del otro de un modo firme, aunque también te duela. Atreverse a meterte en el fango ajeno cuando ni del tuyo logras salir a flote y, aun así, gozar. Sentir dicha. Tener la certeza de que, acompañando a esa persona te sientes feliz, para lo bueno y para lo malo. Atreverse, en definitiva, a sentirse aceptado y aceptar, sin tapujos, da vértigo…
Bendito vértigo.

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