La Navidad. Esas fechas que otros a quienes no conocemos y
por razones que tampoco conocemos, pusieron. Y estas mismas desconocidas
personas con intereses desconocidos decidieron que estas fechas eran para estar
con la familia y amigos, decidieron que representaran el momento clave de toda
una civilización y de toda una religión, y decidieron que, por supuesto, en
estas fechas lo ideal fuera hacer regalos, estrenar, consumir y gastar lo
máximo posible…
No tengo nada en contra del significado espiritual de la
Navidad, todo lo contrario…pero sinceramente, me resulta imposible quedarme en
el sentimiento, en la reflexión, cuando tanto de mi alrededor me lleva a todo
lo contrario. Me resulta difícil pensar en cuántas cosas de mi misma me
gustaría mejorar para el nuevo año si sacan lo peor de mi cuando veo que hay
quien le da coraje no poder tomar un buen bogavante para la cena. Me cuesta tener
una actitud austera, si necesito buscar un traje y unos zapatos elegantones
sólo para acompañar a mis amigos a la fiesta de fin de año. Y sobre todo me
duele que hablemos de crisis, de familias que están mal, pero mal de verdad, y
siga saliendo en la tele la misa del gallo en una super iglesia que no quiero
nombrar, con unos “supercuras” a los que no pretendo ofender, y todo engalanado
con unos brillos que me deslumbran, tanto, que me obligan a quitar la tele, no
vaya a ser que me quede ciega.
Dicen que lo bueno de esta Navidad, es que la gente está más
unida que nunca. Y que estamos valorando las cosas verdaderamente importantes.
Ojalá que sea así.
Ayer hice algo que nunca había hecho en Nochebuena. Pasear por
las calles a horas muy cercanas a la de la cena. Y fue algo revelador que
invito a todo el mundo que lo haga…
Tras un día bastante completito, y tras haber tenido mil
problemas en el trabajo para salir y entrar en los centros, sacar la bici gracias
a la piedad de una pareja de guardias bastante cabreados y tal, me vi en la
bici recorriendo una Sevilla distinta a la de diario. Una ciudad con coches,
si, pero con una soledad especial. Había algunas personas, pero muy concretas. Sólo
algunos corredores, algunos extranjeros dando el último paseo antes de la cena
y ¿sabéis quién más? La gente de la calle…esa gente que ese día posiblemente
hace lo mismo que todos los demás días. Mi amigo que vende clínex en el
semáforo, ese hombre bastante mayor con el tetrabrick de vino tinto en la mano,
esa mujer de edad ambigua que se envuelve entre las mantas en un cajero.
Esta Navidad para mí no es igual que las demás, porque
cuando uno pierde a un ser querido que da por saco, aunque sea una abuela indomable, después se aburre sin él, y
no se adapta a la vida sin él. La vida cambia, es otra nueva. Y precisamente
pensar en ella, y en todas esas personas que tampoco pueden (aunque por otras
causas) celebrar la Navidad con sus seres queridos, ya sea porque están
enfermos, sin familia, en otro país, o con otros problemas, hace que algo
crezca en mí. Una profunda sensación de gratitud. Porque iba en mi bici,
observando, y me esperaba un techo cálido y una familia. Espero recordar esta
sensación si algún día me quedo sin nada. Sobre todo, espero poder llevar
alguna chispa de alegría a quien se encuentre sin nada, toda esa que a mí me
regalan, aquí y ahora, sin cobrarme nada.
El día que diré que realmente algo ha cambiado, es aquél en
el que, en lugar de los puestos de artesanía pongan un escenario bien bonito,
espacioso, con silloncitos. Y que inviten a toda esa gente que habita en la
calle para que, delante de un micrófono, puedan hablar, decir lo que piensan y
nadie escucha, lo que sienten y a nadie importa, lo que cargan y nadie quiere
saberlo para no ayudar a cargar. Ellos no quieren robarnos tiempo ni material,
sólo buscan su sitio, y aunque nosotros también nos sintamos a veces solos y no
encontremos ni el nuestro, escuchar no compromete a nada. Por favor, escuchemos
y miremos a los ojos a quien nos habla, porque no son invisibles. No lo son. Tampoco en Navidad.
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